Hace ya unos cuantos años ―no sabría decir con ocasión de qué festival― Patti Smith se dejó caer por aquí con una banda de músicos entre cuyos componentes figuraba, como guitarra principal, Tom Verlaine. Aunque venía de segundón, Verlaine no era un músico más de reparto. Lo cierto es que, aunque era mucho menos famoso, su estatura mítica no estaba muy por debajo de la de Smith. La interacción de ambos sobre el escenario fue una recreación del tópico de la estrella metida provisionalmente en el papel de subalterno de otra estrella, cuyo adelantado había sido Bowie al hacer de mero teclista en los directos de Iggy Pop. Esa figura ya existía ―Dylan haciendo coros para alguien, Coltrane haciendo de gregario para Cannoball Adderley, etc.―, pero nadie la encarnó como Bowie ni le supo sacar tanto partido. La cosa es que la prensa local no solo se deshizo en elogios a Verlaine por su labor de asistente para el lucimiento de la Smith, sino que también coincidió en celebrar lo bien conservado que estaba para la edad que tenía. Yo diría que de eso hace con seguridad más de una década, así es que nuestro hombre, que salió al escenario con chupa y pantalón de cuero negros, debía de andar entonces por la sesentena.
Los años han girado lo suyo desde aquel concierto; y el tiempo, que no ha dejado de ejercer su labor de zapa sobre cada uno de nosotros, nos va imponiendo a todos su sentencia. Hace poco, hojeando una monografía sobre la llegada de la imprenta a Barcelona, di con el fragmento que, en el siglo dieciséis, el impresor Carles Amorós puso al comienzo de su testamento, donde argumenta por qué lo dicta si aún no es mayor y se encuentra perfectamente de salud: “Res no és mès cert que la mort ni res mès incert que l’hora d’aquella” (Nada es más cierto que la muerte ni más incierto que su hora). Que esa hora sigue siendo inapelable e incierta en pleno siglo XXI ha quedado de nuevo en evidencia con Tom Verlaine, cuyo sorpresivo deceso se ha difundido estos días. La guitarra de Nueva York se ha callado. Vale, maestro.
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“Yo no sé mucho de dioses…”, reconoce hermosamente Eliot al inicio de The Dry Salvages. Parafraseándolo humildemente, diré que yo tampoco sé mucho de dioses, y no digamos ya de música. No obstante esas carencias, creo que puedo referir con algún provecho cómo me llegó y de qué manera me afectó la llegada de Marquee moon, el debut de Television, la marca grupal con que se dio a conocer Tom Verlaine, que se reveló desde la nada con ese trabajo y quedó directamente entronizado en el santoral del rock como un dios menor que llegaba pisando fuerte y con ínfulas de ir a más. Vaya por delante que en 1977, cuando apareció Marquee moon, yo tenía 18 años, edad idónea para que la onda expansiva de un disco como ese te abrase de lleno. Veamos cómo fue.
Para cuando llegaron Tom Verlaine y sus Television, Patti Smith había emergido y llevaba ya unas cuantas temporadas ejerciendo de pop star. Aunque procedían del mismo filón y se habían puesto a trabajar a la par, las exigencias de perfección técnica y de forma que albergaba Tom Verlaine habían obligado a Television a demorarse unos años machacando a diario toda la filigrana guitarrera de Marquee moon hasta decantarla en las memorables parrafadas en que abunda el disco. Según Verlaine, el trabajo previo y la obsesiva puesta a punto eran ineludibles para que en el estudio de grabación el material sonaran regio.
Si he traído de nuevo a Patti Smith a colación es porque conocí a Tom Verlaine de su mano cuando Marquee moon aún no se había publicado. Yo diría que corría 1976 cuando en uno de los números de la revista barcelonesa Star, sobre cuya cabecera se indicaba visiblemente que era “solo para adultos”, apareció una selección de poemas que ambos habían escrito al alimón. Con el tiempo y la ayuda de la red, he sabido que el número de referencia de la revista Star era el 20, que se vendía a 60 pesetas y que los poemas procedían de The night, librito sujeto apenas por dos grapas y de factura harto elemental que les había publicado la editorial parisina Fear Press. Esos detalles ya no los recordaba, lo que siempre he tenido muy fresco en la memoria es que las páginas que Star dedicaba al binomio Smith-Verlaine destacaban del resto porque iban impresas en rojo. Además del color, cómo no acordarse también de que, a cierta altura, el poema decía exactamente: “…esputo del océano, corazón lloroso”.
A cierta edad no es uno nada más que un pipiolo que tiene todavía el tiempo de su parte y al que no solo hacen mella ese tipo de languideces, sino cualquier ripio perpetrado con la excusa de la licencia poética y en nombre de la apertura de miras que se propagaba por el país tras la desaparición de Franco, que no del franquismo. En 1976 yo estaba precisamente en esa tesitura vital, que se alargaría todavía por un tiempo, de manera que cuando Television debutó con Marquee moon en 1977, me sorprendió inmerso en una levadura muy favorable para su recepción ávida y rápida adicción a la guitarra opiácea de Tom Verlaine . La cosa fue más o menos como sigue.
Hacia esa época, a la hora de comer yo sintonizaba prácticamente a diario El Clan de la Una, el espacio musical que presentaba José María Pallardó en Radio Juventud. Me consta que esas escuchas fueron de auténtica iniciación para todo un amplio colectivo de gente expectante. Un buen día, Pallardó, que venía radiando los debuts de Talking Heads, Devo y Dire Straits, entre otros muchos ―así de pródiga era la época―, pinchó a Television. Fue un amor a primera escucha. Durante una buena temporada, el programa se abrió con los rasgueos de guitarra que dan inicio a Prove it, que sonaba entera antes de que entrara el locutor. La delicia duró, ya digo, una buena temporada. Ahí fue donde me enganché a Tom Verlaine. La culpa fue de El Clan de la Una.
Y qué decir de Marquee moon que no haya sido ya verbalizado, cuando todo fanzine, publicación, programa, comentarista y crítico musical de ayer y de hoy que se precie lo ha reseñado, amén de la nota que periódicamente le ponen las consabidas listas y censos de discos inexcusables sin los que no se entiende que alguien pueda vivir. Aunque no sé mucho de música, y no digamos ya de dioses, yo diría que el sonido de Marquee moon, y por extensión el de toda la producción de Verlaine, es melódicamente algo enrevesado y de cierta complejidad. La factura de las canciones posee una suerte de electricidad ligeramente enervante a lo largo de toda su extensión, sabrosa crispación que se hace a la vez hiriente y sobrecogedora cuando el solo de guitarra alcanza su ápice. El desarrollo ascendente de las canciones no sube hacia la luz por el camino fácil, sino que se demora por sinuosidades y requiebros sombríos donde se hace oscuro el fulgor de las guitarras, que remontan exultantes y regresan, de la mano de una base rítmica fibrosa y versátil, a la senda de la melodía solo para derramar belleza en la cima y deslumbrar. Y justo en el instante en que nos embarga el doloroso presagio de que el ocaso de la canción se acerca, comienza el indescriptible y doloroso reflujo de unas guitarras que se apagan sin remisión ni escatimar belleza. A todo esto, la voz de monaguillo órfico de Verlaine ha ido refiriendo oscuros pasajes, breves parábolas y misteriosas sentencias que dan cuenta de la persistencia inexplicable de los sueños y los soñadores en la vigilia de este mundo hostil.
Sé que hay disensión al respecto, pero no me duelen prendas decir que para pasmo del rock ―o al menos para el mío―, la andanada de intensidad inspirada de Marquee moon la volvió a repetir Television apenas un año después con Adventure, grabación tras la que se eclipsarían hasta la publicación de Television en 1992. Ya no volverían a grabar nada más. Entretanto, Tom Verlaine, que se había estrenado en solitario en 1979, continuó publicando muy espaciadamente hasta erigir una carrera discreta pero de mucho fundamento y prestigio. Ya que a lo largo del texto hemos andado varias veces a vueltas con ella, yo diría que la discografía de Tom Verlaine no le anda a la zaga a la de Patti Smith, de ahí que en el primer párrafo dijera que la estatura mítica de ambos la veo similar. Tom Verlaine ha sido un huraño gran escritor de canciones y Patti Smith es una afable gran autora de himnos de primera fila. Esa diferencia explicaría, a mi modo de ver, el diferente calado que cada uno de ellos ha tenido entre el público.
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Porque saltaba a la vista y sobre todo al oído, todos los que en su día apreciábamos aquel sonido teníamos claro que Televisión no era un grupo punk. Y tampoco Patti Smith. Con el tiempo, las costuras del punk se fueron aflojando y sus tragaderas se hicieron lo bastante anchas como para engullir sin discriminación ninguna toda la escena de la época. La confusión al respecto fue creciendo hasta alcanzar niveles de monumental paradoja cuando, mucho después, los medios comenzaron a referirse a Patti Smith como Madrina del Punk. Vamos a ver si logramos despejar el malentendido: si no estoy equivocado, el punk primigenio, auténtico e insobornable lo impusieron una serie de bandas integradas por chavas, garrulacos y pintas airados a los que la urbanidad, y no digamos ya la cultura, se la traía floja, que ni sabían ni querían tocar bien sino, sobre todo, sonar sucio, provocar y dejar a su paso un reguero de gargajos y vomitonas en los chamizos de tercera y clubes de medio pelo donde comenzaron a tocar y encender la llama de la revuelta. La fogosidad peligrosa y bronca del momento hizo que los grupos de aquella primera escena ―la del punk de pata negra― fueran de vida corta. A continuación, vendría una segunda hornada y después una tercera seguida de un alud de formaciones cada vez más aseadas y que ni por asomo tenían nada que ver con el punk, sustantivo que presentaba ya una notable capacidad de adaptación y que, a no mucho tardar, se convertiría en adjetivo cardinal y resumen de una época: la era punk.
La comparación podría hacerse con bandas inglesas, pero ya que andamos hablando de dos de los popes de la escena neoyorquina de aquellos años, vamos a poner el foco y a confrontar dos de los grupos de allí. Cuando The Ramones subían al escenario del CBGB, y en un trallazo de alta condensación de urgencia y decibelios despachaban una brevísima canción montada sobre cuatro acordes machacones, cuya letra decía tan solo “nena, eres una bocazas y te voy a dar”, podemos decir en puridad que había sonado el punk. Ahora bien, cuando a ese mismo escenario se encaramaban Television y dejaban ir sus canciones de largo desarrollo festoneadas de complejas y límpidas guitarras e iluminadas por una densa versificación empedrada de referencias cultas y literatura de tugurio, no era el punk lo que sonaba. Y eso es extensivo a buena parte de los grupos que empezaron allí. Salvo que son de la misma quinta, Blondie, Talking Heads, Patti Smith y Television tienen poco que ver con el punk. Puede que Gauguin y Pissarro se tomaran juntos unas absentas en algún bistro e incluso que se dejaran caer juntos por el mismo prostíbulo, pero es evidente que sus estéticas son dispares por completo. Los dos exponían en el Salón de los Rechazados, pero sus similitudes se acaban ahí. Algo parecido es lo que ocurría con las bandas que emergieron en el CBGB.
No podemos engañarnos al respecto: Tom Verlaine ―y por descontado la Smith― era un intelectual afrancesado y exquisito del Village neoyorkino, un artista que se expresó a través del rock, no un rockero. Y mucho menos un punk. La distinción me parece pertinente.
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Los años han girado lo suyo desde el lejano advenimiento de Marquee moon; y el tiempo, que no ha dejado de ejercer su labor dañina sobre cada uno de nosotros, nos va sumiendo sigilosamente a algunos en la vulgaridad de envejecer. Ahora que el rock forma parte de la academia y se enseña en colegios, liceos y facultades, es posible ver en la red cómo toda una germinación de bandas de párvulos, de impúberes, de adolescentes y chavales de todo el mundo tocan Marquee moon para la evaluación de fin de curso. Todos ellos se adentran en el largo minutaje de la canción plenamente conscientes de estar ejecutando un tema del pasado remoto, una antigualla, una canción inmarcesible que se ha hecho clásica.
Yo tuve el privilegio de nacer antes que ellos y de oírla cuando solo era el trallazo de presentación de un grupo que empezaba. Era el tiempo en que todo estaba por hacer.