Es ya un tópico que algunos críticos y comentaristas de arte actual nos vengan advirtiendo de que la genialidad y la tontería pueden ser muy parecidas o incluso prácticamente idénticas, y que no es nada fácil distinguir ―ni siquiera para los del gremio― la joyería de ley de la alta bisutería. Si bien el arte de hoy es terreno abonado para ese tipo de malentendidos, lo cierto es que en otras épocas y culturas mucho menos permisivas que la actual, asentadas en la garantía de la tradición y dotadas de criterios de validación muy rigurosos, tampoco era sencillo distinguir lo primoroso exquisito de entre lo también primoroso pero ligeramente inferior. La capacidad para reconocer esa sutilísima gradación a la baja era prenda de conocedores, iniciados y demás minorías de gusto y perspicacia exquisitamente trabajados.
A ese respecto, me viene a la memoria uno de los fragmentos de Wen fu, famoso decálogo de Lu Ji sobre composición literaria que Luis Racionero incluyó en su Textos de estética taoísta. En el sexto apartado del mencionado decálogo Lu Ji se refiere expresamente al hiato apenas perceptible que hace de corte entre lo pasable y lo que ya no cuenta: “…los méritos literarios se miden por granos y escrúpulos; los elegidos y los desechados solo están separados por el grosor de un cabello”.
Cuando es la propia obra lo que se dirime y está en el punto de mira, también el artista suele tener los sensores muy finos al escrutinio que se le hace, a cómo se le sopesan las minucias y los acentos, y a cómo de fino se hila con lo suyo. No en vano suele ser a veces la lectura apresurada y parcial de esos detalles ínfimos, cuando no su omisión, el factor decisivo para atribuirle ascendencias putativas de toda índole y parentescos algo peregrinos.
Como ilustración cabal de lo que digo, traigo a este humilde blog noticia de la anécdota en que me vi envuelto una noche del pasado mes de junio durante la cena de azotea a la que acudí invitado. Al cabo de los platos, el vino, los postres y el cava llegaron los licores. Fue entonces cuando la conversación, que había sobrevolado sin mayor concreción por encima de una serie de generalidades de naturaleza diversa incluido el arte, derivó hacia esa parte de la escena plástica que utiliza el libro como soporte básico para pintar, esculpir, construir, collagear y efectuar todo tipo de manipulaciones, combinatorias y experimentos. A lo largo de la conversación mencionamos y sacamos a la palestra algunas de las figuras más conocidas y difundidas de esa corriente: Rush-Lee, Barer, Blackwell, The, Laramée, Korzer-Robinson, Lidicer y tutti quanti han conseguido cierta notoriedad por esa vía.
Departíamos sin mayores sobresaltos respecto a si el trabajo de Rush Lee no será más efectista que otra cosa, o si la obra de Laramée es el perfecto epítome de lo pintoresco dentro del “cut book art”, cuando, de súbito, al exclamar yo —en tono más cachondo que reprobatorio, todo sea dicho— que la actitud básica de esa escuela es hacer perrerías a los libros, la conversación tomó un cariz algo polémico, ya que de inmediato se me replicó que los ejemplares tuneados de nuestra colección La Estampa Indeleble también son libros sometidos a manipulación y perrerías diversas, y que denostar en otros lo que uno mismo practica es hipocresía y doblez intolerables.
Cuando es de la propia obra de lo que se opina, como decía más atrás, el interesado ―yo mismo, en este caso― suele tener los sensores auditivos muy finos a todo tipo de minucias y matices semánticos. Que alguien afirme que nuestra colección La Estampa Indeleble se alinea del lado de las poéticas que alteran de manera irreparable y definitiva la condición del libro, no es que omita insignificancias, sino que se salta a la torera importantes matices de metodología y concepto que decantan nuestro trabajo en una dirección bien distinta.
Lo lamentable para mí de ese capítulo es que, cuando me disponía a tomar la palabra y abrir mi turno de réplica, llegaron invitados rezagados, ajenos al debate y con ganas de gresca. Sacaron una nueva remesa de cava, nos adentramos en una suerte de recena tardía y la conversación quedó aparcada. Aunque dista mucho de ser un turno de réplica en condiciones, este blog me permite retomar el hilo de la conversación y avivar de nuevo la polémica. Ahí va.
En los meses que han pasado desde la noche de autos he tenido tiempo de reflexionar acerca de la expresión “hacer perrerías a los libros”, locución en la que me reafirmo, ya que en absoluto se me antoja exagerada sino todo lo contrario: entiendo que resume con fidelidad, economía y cierto sentido del humor el enorme abanico de procedimientos y técnicas, prácticamente todas ellas invasivas, destructivas, mutiladoras y vejatorias, que los artistas a que nos referíamos aplican sobre el indefenso libro. Solo hay que echar un vistazo a las imágenes adjuntas para ver que mi observación es rigurosamente cierta. No censuro esos procedimientos, pero me abstengo de aplicarlos, por pudor. La Estampa Indeleble es un ejemplo palmario de respeto y consideración, y tiene poco en común con las poéticas de laceración e intervención lesiva sobre el libro.
Las diferencias que hay entre esos procedimientos traumáticos y los que nosotros aplicamos en La Estampa Indeleble están a la vista y no son meros matices ―o “granos y escrúpulos”, por decirlo nuevamente con Liu Jo―, sino importantes discrepancias de método que tiene su origen en profundas y muy disímiles maneras de entender la naturaleza y la identidad del libro como objeto peculiar. Tal y como hemos expuesto en distintas argumentaciones, textos, ponencias y demás estrategias de difusión de nuestro ideario, en De La Pulcra Ceniza entendemos que el libro no es un objeto inerte, sino una entidad que posee vida vegetativa y es a la vez forma viva y unidad de sentido. La verdadera naturaleza del lenguaje es la de fluido verbal; su codificación alfabética y posterior amarre al papel por medio de la imprenta son formas aberrantes de sometimiento y fijación de lo que no es más que fluido. El libro es una unidad de sentido indisoluble entre lenguaje cautivo y forma impresa. Toda mutilación o alteración por sustracción le acarrea el cese de la función vegetativa y supone su descenso a la condición de objeto inerte.
Esa curiosa concepción del libro como ejemplo de vida cabal, plena de sentido e idealmente indisoluble está en la base del ideario de De La Pulcra Ceniza y alumbró en su momento la puesta en marcha de la Biblioteca fósil, la colección distintiva y más radical del proyecto.
Lo que predicamos con La Estampa Indeleble nada tiene que ver con las poéticas que abusan de la flagelación del libro, sino más bien lo contrario: pontificamos a favor del respeto por el insoslayable legado de las Artes Gráficas tradicionales, cuya exigente deontología hace tiempo que se dejó de lado en el ámbito de la edición actual de gran tiraje. Y lo llevamos a cabo rescatando libros de hechura noble de los sumideros de las librerías de lance y demás establecimientos donde se los almacena al descuido como paso previo al suplicio final, que no es otro que la vuelta al molino de papel y su reconversión en pulpa. Son libros que nadie quiere pero que están muy bien hechos. Aún es bien visible en ellos el amor al detalle, el primor en la ejecución, el desvelo por la calidad y la belleza, y todo el código ético y estético de las Artes Gráficas tradicionales.
Para que ese libro que nadie quiere suscite nuevamente el interés y pueda continuar en el circuito, es imprescindible dotarlo de una nueva identidad que lo haga atractivo. La operación que a tal efecto le hacemos es limpia, mínimamente invasiva y siempre respetuosa con la integridad del texto: lo abrimos, le extraemos la página de cortesía u otra que no haya sido impresa, la imprimimos con la nueva identidad, la ubicamos como portadilla y procedemos a cerrar nuevamente el volumen. Y punto. Ese es todo el daño que le infligimos al libro: cambiarle de sitio una página que no estaba impresa. Y a continuación lo aseamos, lo presentamos en una caja de metacrilato sobre fondo de terciopelo rojo y lo acreditamos sin omitir nada, indicando a las claras que bajo la afamada, rarísima y mundana fachada de Smells like ten spirit de Kurt Cobain, por poner un ejemplo, hay un oscuro, olvidado, humilde y bellísimo Vidas de niños santos de José Castells, publicado en 1906 por La Hormiga de Oro.
Tal y como alguien observó muy certeramente la noche de autos, eso también es tunear y alterar libros. No obstante lo que nos une, entiendo que hay importantes diferencias de concepto y de método entre la escrupulosa intervención de La Estampa Indeleble y el hacer perrerías a los libros que se practica por ahí.
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