No las tengo todas conmigo respecto a que Paterson, la reciente película que ha firmado Jim Jarmush, vaya a ser refrendada con total unanimidad por su legión seguidores. Doy por seguro que una pequeña fracción de esa feligresía objetará que esta Paterson, que ha sido calificada dentro del género de comedia dramática, es notable pero se queda por debajo de las cimas de su filmografía. Y no me extrañaría ―como si lo viera― que las objeciones de esa minoría sean exactamente las mismas, pero sin espinas ni asperezas y expuestas con el respeto debido, que el rosario de observaciones críticas y enmiendas que han vertido sobre la película tanto los enemigos declarados del cine más o menos arty en cualquiera de sus manifestaciones, como también quienes van por libre y comulgan solos: que el guión no tiene excesiva consistencia, que es algo reiterativa, tenuemente insípida, complaciente y carente de nervio, y que la economía expresiva de su principal protagonista, más que comedida o austera, raya con el autismo más exasperante.
Si bien todo ese cúmulo alegaciones en contra no van del todo desencaminadas y encierran algo de verdad, a qué negarlo, no es menos cierto que la dosificación calculada de esas flaquezas y el dominio del encaje de oficio, que la mano de Jarmush ha bordado con habilidad y gracia en un tejido luminoso, hacen que la película se eleve como el capullo de una flor de loto sobre esos cienos y resplandezca abierta sobre ellos. Yo creo que Jarmush ha hecho en esta película lo que viejos maestros como Degas, Renoir, Whistler y nuestro Ramón Gaya hicieron con su pintura en las postrimería de su carrera, cuando lo depurado de su técnica, su despeje, economía y pasmosa felicidad de ejecución dio lugar a esas obras de grandiosa sencillez, bellas sin afectación, modestas y absolutamente inolvidables.
Paterson va de poesía, de cómo diantre se hace un poema, de la misteriosa destilación de la materia prima del lenguaje y de cómo ese decantado fluye a diario y se remansa en un poemario en estado de borrador. Y también de cómo el milagro de ese delicadísimo proceso, que acontece en medio del trabajo, de las imposiciones de la vida material, de la usura del tiempo y de la monotonía del ir tirando, es milagro por encima de todo; prodigio sobrenatural que derrama, sobre el tedio y la monotonía del día a día en una ciudad de provincias, una hermosa luz de gema curativa.
Paterson es una instantánea de la felicidad, una foto de pareja joven de artistas en ciernes con perro, casita a las afueras, bastante ocio, un sueldo y mucha vida por delante. También es una ecografía del amor en estado de larva. Jarmush deshoja una margarita de siete pétalos, uno por cada día de la semana, y sale que sí, que la vida quiere a Paterson y a Laura. Sale que sí porque en esa Paterson filmada no hay lugar para dualidad ninguna: solo existe el sí, cada uno de los pétalos ha sido arrancado bajo el imperio de la afirmación y de acatamiento a la clausula obligatoria del sí. La vida los quiere; y eso obliga a que la felicidad, el amor, la creatividad, la primavera, la belleza y todas las benditas delicias del lado soleado de la vida derramen silenciosamente su dádiva sobre ellos. Paterson y Laura no viven en el mundo, sino en una gran bambolla de gracia en cuyo centro se alza la ciudad de Paterson.
Paterson es una apología del amor y también, ya digo, una ecografía de ese vampiro en estado de larva, cuando es más poderosa su propiedad estupefaciente. A lo largo de la película, la adormidera del amor secreta su alcaloide sedante, la vaharada de opio que sume a la pareja y a toda Paterson en esa modorra de buena voluntad y mejor rollo en que transcurre la película. Que el perro destroce el borrador del poemario y lo haga añicos no deja de ser una anécdota simpática, que ni causa desazón alguna ni provoca la mínima contrariedad puesto que el amor y la poesía son inagotables en Paterson. La alfaguara donde abrevó William Carlos Williams sigue manando para todo aquel que tenga sed de simplicidad, afecto y hermosura.
Por lo que dicen, la naturaleza de la felicidad es transeúnte; una exhalación que apenas se deja ver ―vista y no vista― y que solo da para un plano secuencia, no para toda una película y menos para toda la vida. De ser eso verdad, la felicidad que hora tras hora disfrutan Paterson y Laura a lo largo de esa gloriosa semana que abarca la película es felicidad sedada y pasada a cámara lenta para regocijo del espectador. Cualquiera que sea su velocidad de paso, lo propio de la felicidad es su carácter transeúnte y fugaz. Acaso la felicidad circule a todo trapo por Paterson, y su maravillosa exhalación atraviese otras vidas, otros hogares. Lo que es seguro es que a poco de comenzar la película ―puede que ya al segundo plano― ha cruzado y dejado atrás la casita retirada de Paterson y Laura, que ya no viven en el núcleo incandescente del cometa de la felicidad, sino en el rebufo que ha dejado a su paso, esa estela caliente que se debilita y enfría por momentos.
La pareja que enfoca la cámara de Jarmush es gente corriente pero especial: una pareja de artistas en ciernes cuyas carreras se hallan todavía en estado embrionario. Salvando las distancias, podríamos convenir que los prácticamente anónimos Sylvia Plath y Ted Hughes a finales de los años cincuenta, o los desconocidos Patti Smith y Robert Mapplethorpe en la segunda mitad de los sesenta, estaban también en una tesitura parecida: no faltaba talento ―o se daba por supuesto― y todo estaba por hacer. Paterson y Laura son dos artistas de carácter e intereses bien distintos, esas diferencias son a la vez el mayor activo de la pareja y también su peor enemigo. Paterson es un artista de profundidad que se mueve en perpendicular de arriba abajo sobre su objeto: cada día desciende en vertical hasta la veta madre de su poética y asciende nuevamente por la misma vía; por el contrario, Laura es una artista transversal y de superficie, sin una poética evidente o manifiesta pero capaz de tocar un amplio abanico de técnicas y de transitar con cierta frivolidad de una a otra: pintura, estampado de telas, decoración, música y cocina de autor. Por si fuera poco, es también la que parece tener visión de futuro e intuición acerca de dónde y cómo se han de canalizar las energías y los resultados para que acaben fructificando; de hecho, es quien insta a Paterson a poner en limpio sus poemas, copiarlos y difundirlos. En la vida real, Laura acabaría siendo la agente literaria de Paterson, sin duda alguna.
No obstante el amplio abanico de diferencias que acabamos de señalar, el escollo más importante que tiene delante el tándem Paterson/Laura, y que muy probablemente resquebrajará el frágil cimiento en que se asienta la pareja, es el peliagudo asunto donde confluyen la disponibilidad de tiempo y los dineros. A este respecto, la pareja presenta una alarmante asimetría: Paterson trabaja y aporta el dinero indispensable, pero le queda poco tiempo para la poesía. Laura tiene prácticamente todo el día para sus veleidades artísticas, pero apenas gana dinero y vive como todo artista quisiera: a expensas de quien se acerque. La luz del amor y la felicidad sin empalago en que transcurre Paterson es el hermoso brocado que vela parcialmente la evidente asimetría que, en la vida real, acabaría por envenenar la relación.
Pues claro que el amor puede arraigar, prosperar y hacerse fuerte entre un poeta inédito que ha de currar y una artista ociosa y pluridisciplinar, no digo que no. Y más en esa Paterson algo inocente adormilada todavía por las espléndidas palabras y las imágenes sublimes de William Carlos Williams, su máximo vate local, que de tanta dulzura como se ha volcado sobre ella se ha hecho refractaria a la brutalidad de la vida, a reconocer que la miseria, el asco y la depravación de sus calles también podrían ser cantados y filmados, a admitir siquiera que el amor caduca o que la poesía pueda tener un sesgo demoníaco como vocación que “pertenece a la fatalidad”. Solo digo que esa asimetría, que cumple con el complejo y variopinto papel de alimento del amor, gracioso contraste entre los miembros de la pareja, contrapeso que equilibra todo el sistema de pareados y de rimas, y dinamo que impulsa la película secuencia a secuencia, en la vida real sería una carga de profundidad que tarde o temprano estallaría y se lo llevaría todo por delante, amor incluido.
Junto al de ignorar el problema latente de su asimetría esencial, el otro apoyo sobre el que descansa la felicidad de la pareja es su desdén por el éxito; total y absoluto en el caso de él y relativo en el de ella, que sí es porosa a esa llamada, tiene oído para la música del éxito y labia para el estrellato. Esa es también la diferencia de grado que separa a Paterson y Laura de los casos antes mencionados de las parejas Plath/Hughes y Smith/Mapplethorpe, que vislumbraron el éxito y trabajaron teniéndolo en todo momento como señuelo. La Plath menciona en sus Diarios que ella y Hughes solían interrogar a la güija con la pregunta harto reiterativa de si serían famosos. Por su lado, Patti Smith detalla en Just kids que ella y Mapplethorpe querían tanto el éxito, que no solo trabajaban en su pos sino que estaban convencidos de que podía transmitirse por contacto, de ahí que se dejaran caer por los garitos que frecuentaban Warhol y compañía, a la espera de que el maestro les arrojara algunas migajas o ya directamente los ungiese y salieran disparados hacia el estrellato.
Ajenos todavía a la avidez de fama, sin mayor preocupación aún por “la ansiedad de las influencias”, sin contactos que valgan y libres de momento del pesado fardo que puede hacer de la práctica del arte una actividad cainita y agotadora, la pareja protagonista de esta hermosa Paterson son dos artistas sorprendidos por la cámara de Jarmush en el instante preciso en el que todo germina de súbito en el tiesto del amor, y los brotes tiernos de su obra rompen y se elevan.
Viven en Paterson y son artistas de este mundo, pero parecen de otro.
†