(Viene de la entrada anterior)
Excepto el toreo de plaza, el resto del arte viene a ser toreo de salón y se practica en bienales acolchadas y buhardillas con estufa. Las cornadas de la vida las oye el artista amortiguadas. A Picasso le llega de oídas que la Legión Condor ha borrado Gernika, y se pone corbata para meterse en faena y que la cámara de Dora Maar lo retrate maqueado. Rilke tenía a Cézanne por un obrero, pero no porque hubiese frecuentado los andamios y dejara al morir extenuado una prole depauperada y andrajosa, como era lo normal en la época, sino porque había dejado una extensa prole de cuadros. La vida es verdad, y el arte espectáculo y trola. Van juntos y puede que sean amantes regulares, mellizos o incluso siameses, pero son agua y aceite, cada uno lleva su vida.
Hace apenas unos días, una tormenta ha hundido al pesquero gallego Villa de Pitanxo a la altura de Terranova. Hay ocho muertos y una docena de desaparecidos. Ese es el estilo de la mar arbolada cuando abofetea de veras y se ensaña con los pesqueros, el trazo grueso del océano cuando se enerva la mole de su cólera ciega y se expresa con sinceridad. De eso saben los pescadores. Los pintores, no. Su actividad es una “cosa mental”, como sancionó Leonardo, y el arte todo, por transgresor que sea, no pasa de entretenimiento y neurosis. Me desdigo: no todos los pintores son legos, hubo uno que sí supo de eso. Se cuenta por ahí que Turner, que solo tenía del mar presunciones de esteta, pactó con el patrón de un pesquero, embarcó y se hizo atar al puente cuando se avistó en el horizonte la tormenta. Así pudo mirarla a los ojos sin desaparecer por la borda, y saber que lo que pintaba y pasaba por escandaloso y fiero en los salones era flojo y dengue. Como faena pictórica y cosa mental era la hostia, pero ya.
En 1987 Claramunt expone en el Palau Solleric de Palma de Mallorca. De la charla que tiene con la prensa a propósito de aquel evento queda en el aire una frase que sin duda hubiese suscrito Corto Maltés: “Soy alérgico al norte”. No obstante algunas de sus andanzas lo llevan latitudes tan septentrionales e inhóspitas como Siberia, una buena parte de las épicas correrías marítimas de Corto acontecen en el trópico. Su presencia es de ámbito ecuménico, pero en el imaginario colectivo de sus incondicionales —o solo en el mío y lo he proyectado— el perfil inolvidable de bribón de bergantín que gasta el maltés va inextricablemente unido a las aguas de color índigo de los mares amables de la franja tropical. Conrad, Loti, Stevenson, Salgari, Monfreid y demás autores a los que eran asiduos Claramunt y Hugo Pratt se pirran también por esas latitudes .
En lo que respecta a islas enigmáticas de playas de arena mirífica y cocoteros, el trópico tiene la exclusiva. Además el norte es civilizado, cartesiano y antipático; no casa tan bien con la aventura y menos con la aventura exótica. Se entiende que un temperamento como el de Claramunt tuviese inclinaciones meridionales y que, para su fortuna y distinción, las cifrase en el sucinto “Soy alérgico al norte” y no desbarrara hacia la sociología postcolonial, adjetivo este que no era entonces tan habitual en la jerga artística como lo es ahora, pero ya circulaba. Luís Claramunt era un pintor autodidacta, de raza y con mucho calado poético, que obviamente también tenía, pero no pintaba teorías.
Si bien hay coral a ambos lados del ecuador, la gran extensión de madrépora selvática de la Gran Barrera de Coral queda en el sur. El coral prospera cerca de la superficie, en los bajíos iluminados por la luz apenas tamizada por el agua. Los asentamientos de pólipos y extensas colonias de coral están ya bastante esquilmados y aparecen perfectamente indicados en las cartas marítimas de hoy. Hasta que se cartografiaron de manera fiable, en esos arrecifes se atascaban y quedaban varados muchos navíos. Lo peor era naufragar en un campo de coral. La hermosura de la madrépora se alza del lecho del mar durísima y cortante. A los estragos del agua y la caída del aparejo pesado se añadía la saña carnicera del coral afilado. Los marineros quedaban ensartados, traspasados, directamente amputados o marcados de por vida. Caer a peso en los zarzales de coral era lo peor.
En 1989, Claramunt, que ha dejado Sevilla por Madrid, inaugura una expo en la galería Juana de Aizpuru. La titula Shadow line (Línea de sombra), cita textual del título de uno de sus libros, tributo a Joseph Conrad y también clara referencia a sí mismo. Como le ocurre al protagonista de la novela, es consciente de que esa línea separa con nitidez la todavía luminosa juventud tardía de la incipiente madurez tamizada y umbría, y que a sus treinta y ocho años se encuentra, más o menos, en esas coordenadas vitales. Viendo desde la perspectiva de hoy la estela de su vida, entiendo que Luís Claramunt, que navegaba con rumbo sur a toda vela y pasaba en ese momento sobre los bajíos de coral, decidió guardar trapo, ponerse al pairo y ejecutar algunos cuadros soberbios de barcos apenas mecidos por el agua calma del mediodía amarilla de sol, tornasolada de anémonas y coral cárdeno.
Ninguna de las series pictóricas de asunto marítimo de Claramunt lleva referencia geográfica alguna excepto la que tituló Mar Rojo, Mar Negro, de 1997, donde echa mano de la ambigüedad y utiliza términos que aluden indistintamente a esos dos topónimos y a un mar cualquiera teñido de rojo sangre por el crepúsculo o tan negro como el porvenir. Los barcos de Claramunt, que hacia esa época se llenan de ahorcados y reos pasados por el garrote vil, no surcan este o aquel sino el mar desapacible de la existencia, el “valle de lágrimas” del evangelio cristiano rebosante y navegable. La singladura de esas naves es de la misma naturaleza que la pintura: una cosa mental; las aguas bravas desmantelando navíos que pintará más tarde son las de la mente en el trance de hacer naufragar nuestras certezas. Más vital que filosófica, su alusión al mar como vastedad ominosa y dramática es de filiación romántica, y habla, mediante una larga parrafada de color que abarca treinta años, de lo mismo a que alude por escrito Juan Benet con encomiable brevedad: “el mar, esa noble e inalcanzable entelequia”. Acepto que la frase pueda parecer algo solemne para él, pero la veo en sus labios. Yo diría que es puro Corto Maltés.
III – ISLAS NUBLADAS
Los barcos que pinta Claramunt son autorretratos sucesivos; bajo semblanzas diversas, se trata en todo momento del mismo barco que cruza el símbolo inestable del mar. No pinta este carguero, aquella nao ganadera, el galeón desarbolado o el buque metanero. Nos puede parecer que transita por sus cuadros una flota más o menos numerosa. Y no. Claramunt pinta una engañosa diversidad de navíos con pabellón de conveniencia cada uno de ellos que, en realidad, apelan siempre al mismo barco cargado de pintura y abanderado con un trapo embebido en aguarrás, que no ha tenido recambio ni ha sido arriado nunca. Esa nave es el mismo Claramunt, su emblema vivo de pintor corsario y transeúnte. Además de pintar, él mismo ha de hacer de timonel, sobrecargo, cadete de señales y grumete niño.
Hacía 1997, el bergantín de vocación meridional Claramunt lleva ya sus buenos lustros con la proa apuntando siempre al sur. Bajó por el Guadalquivir, pasó por delante de la costa del África, descendió por el Mar Rojo negro de lamparones de crudo y dejó atrás el perfil candente de Somalia para afrontar el océano tropical y foguearse en la navegación de altura. La primera madurez de Claramunt —no habría otra— eclosiona en Linea de sombra, por entonces, el trazo de su derrota pasa justo por encima de la barrera de coral africano de Mascareno. Las aguas calmas que duplican la imagen de cada uno de los barcos de la serie son las de la madurez estable y solar extendida sin temor sobre un campo de coral cárdeno cruzado por bandadas de peces damisela. A la altura de La de vámonos y Pinturas ciegas, el Claramunt, que sigue con la proa puesta al sur, cruza el paralelo 45 y el ambiente se enfría de repente. El bufido de la procela encabrita las aguas. Lo vapulea la mar gruesa, se le vence el lastre y deriva al antojo de las corrientes. Estamos en 1998 y nuestro pintor, enfermo, con una circunstancia personal algo complicada y un pronóstico nada halagüeño expone Naufragios y tormentas.
Más abajo de los mares del sur templado hay otro sur sombrío de aguas de nevero y huracanes de hielo pilé. El sur intratable y huraño que acabó con Scott y se tragó al Endurance aún queda bastante más abajo, pero su influjo de divinidad demente y aterida se deja sentir mucho antes. En la zona baja de la franja templada del océano manda su pálido vicario: el invierno desangelado y arisco. En 1999, poco antes de fallecer, Luís Claramunt pinta la serie Ice storm (Tormenta de hielo). El dramático escenario de ese desastre marítimo, que es también el suyo, no acontece en lugar geográfico ninguno. Es mental, vital. Definitivo. La serie abunda en imágenes esquemáticas de naves desmanteladas por el temporal, aparejos despedidos y vida volcada en la blancura rota del lienzo sin pintar. El ímpetu de la borrasca y la trama del lienzo chascan juntos, son indistinguibles y blancos. Arrecia el temporal y la eslora raquítica del Claramunt se va deshaciendo hasta consumirse por completo en esa palidez. En el último cuadro de la serie solo se ha fijado al lienzo un rastro de aguanieve extendido a pincel. La tormenta se lo ha llevado entre ráfagas de hielo pilé.
Mirar mapas expone a las corazonadas. He rastreado Google Maps y ya sé dónde, en qué coordenadas del baldío enorme de las aguas pudo naufragar la goleta Claramunt. Me lo ha delatado la arritmia al reparar en el nombre afrancesado de un racimo de islas que no conocía. He fantaseado más atrás que pudo salir del Mar Rojo hacia el sur, atravesar los bajíos de coral africano de Mascareno, adentrarse en el Índico templado y quedar a merced de la corriente que deriva hacia el sur profundo. El desenlace pudo ocurrir a la altura de un archipiélago clavado al paralelo 48: Iles Nuageuses (Islas Nubladas), perpetuamente encapotadas, desabridas.
El meridiano del destino es ingobernable y traicionero. El sur que prefería Luis Claramunt es el de aguas tibias, arenas caldeadas y sol etíope; el sur radiante, no esta latitud desapacible ni litoral tan sombrío. Y porque está escrito que el amado del cielo muere joven y deja un trazo imborrable, aún se puede ver cómo la elipse de su meridiano parte con prisa del Ensanche, cruza a escape el trópico insolado y se corta.
Y qué más da si la muerte, emboscada entre la niebla de las islas, solo le chistó o lo llamó por su nombre completo. El caso es que acudió.