I – ROPA DE OTRO
La pintura de cuadros tiene hoy poco predicamento en Barcelona. Pintores de brocha y bastidor aún quedan, pero son, salvo excepciones, todos mayores y hace ya bastante que el sistema expositivo se los sacudió de encima y prejubiló a la mayoría por la vía expeditiva. Pintar cuadros ha devenido aquí en práctica tenida por senil —por no decir viejuna— que ya solo se puede degustar en alguna galería nostálgica y en los abrevaderos de arte más humildes. En los grandes escaparates y salones de postín solo se expone pintura según y cómo y con muchas reservas. Y es que entre instaladores, performativos, pintores abstinentes, artistas curadores, video artistas, creadores emergentes y especuladores de la cosa le han ido birlado el protagonismo a la pintura y al pintor.
Yo diría que desde la desaparición de las luminarias de Tàpies, Hernández Pijuan y Ràfols Casamada la pintura en BCN ha descendido directamente de actor principal a mero figurante sin pasar por el grado intermedio de actor de reparto. La degradación ha sido rápida y severa hasta ese punto. Hubo una época en que el censo de pintores en BCN era populoso, pero la irrupción de lo que se llamó el “viraje frío” y la entronización oficial de la escuela conceptual refundada, bajo cuya hegemonía aún estaríamos, se los llevó por delante en la segunda mitad de los ochenta. Los avispados, los indecisos oportunistas y los que por edad les tocaba se sumaron todos en tropel a la corriente analítica emergente, que descreía de la pintura, por supuesto. Por todo ello, tengo para mí que la política del ninguneo a la pintura y los pintores por parte del arte oficial, que rige en buena parte del mundo, tiene en Barcelona una de sus ciudades amigas.
Los pintores vienen del pasado. Como los cometas, algunos dan la vuelta en la oscuridad remota y regresan una y otra vez. Otros, pobres, no hacen sino adentrarse cada vez más en el abismo insondable, de donde no se vuelve. Recala ahora en Barcelona una exposición de Luís Claramunt, pintor sin aditamentos, luminaria fugaz y hoy astro apagado al que se le ha recortado bastante la órbita últimamente. En una década ha regresado hasta tres veces de lo oscuro, y no sé si comienza a ser demasiada asiduidad. A un artista insobornable, auténtico y maldito veraz como él quizá le cuadre mejor cierto esquinamiento y un régimen expositivo más dosificado. Los cometas fatídicos son de órbita elongada y tardan en volver.
Como a todo tópico, al malditismo se le han adherido algunos latiguillos que lleva siempre a cuesta y se dejan oír cuando, como es el caso, no toca o sería más sensato no utilizarlos. La prensa ha sido unánime en mencionar que Luís Claramunt es un artista olvidado. El tópico exige, efectivamente, que el maldito no esté ni se le tenga presente. En este caso, no obstante, decir que nuestro pintor sigue “prou oblidat” (bastante olvidado) o prácticamente olvidado, como recalcan los medios, me parece un resbalón melodramático y una concesión al tópico absolutamente infundada. Desde su temprana desaparición en el año 2000 y hasta 2012 Claramunt pudo estar una docena de años en un olvido relativo. No está mal, pero no es tanto. Al parecer, en algún punto de esa larga travesía no acabó de cuajar una exposición suya en el IVAM, lo que refrendaría su condición de olvidado provisional. Eso cambia drásticamente en 2012 cuando el MACBA le dedica una amplia muestra —El viaje vertical— que se complementa con otra menor en el MNAC y con la publicación de un catálogo. En 2016 la galería Marc Doménech lo expone bajo el título Luís Claramunt, anys 80. Con ocasión de la muestra se edita un catálogo. Por último, desde principios de este 2022 el Espai Volart acoge la muestra Luís Claramunt, naufragios y tormentas, que se complementa con la edición de un catálogo.
Un artista al que en los últimos diez años se le ha brindado toda esa atención —merecida, por supuesto— no es, creo yo, un artista olvidado a día de hoy. Pudo serlo un día, pero solo uno. Su perfil vital tiene tal codicia de singularidad, que su leyenda se presta a cargar con facilidad, junto con el drama veraz de una vida peligrosa y suburbial, el sambenito de ser también un artista desconocido. Es indudable que esa prenda le queda bien, pero es ropa de algún otro, no de él.
II – BALADA DEL MAR SALADO
La mayoría de nosotros se conforma y transita por el surco de su destino en una dirección que da por buena. Podemos saltar a otro surco, caminar hacia atrás o dando volteretas. Podemos ponernos lo estupendos que queramos, que da lo mismo: esas maniobras de zafa son por completo ineficaces; no se sale del destino así como así porque, al decir de un griego oscuro y antiguo, destino y carácter son lo mismo. Lo buscamos como predestinación impuesta y resulta que depende de nuestra actitud de vida. No podemos, pues, desprendernos de nuestro sino; lo que sí podemos es afrontar con resolución los cuatro requisitos imprescindibles, según Nietzsche, para vivirlo en serio y sin excusas: un sí, un no, una línea recta y una meta. Ni que decir tiene que esa empresa radical es para pocos. Para muy pocos.
Corto Maltés es tan suyo que se salta lo demás y solo cumple con lo de la línea recta; no obstante, entiendo que pasa el corte con suficiencia, y es, por derecho propio, miembro eminente de esa minoría. Luís Claramunt, que vivió en serio y forjó con autoridad y a contrapelo su leyenda, también pertenece a esa casta.
La eminencia en asunto tan capital le viene a Corto de haberse forjado él mismo su destino de la nada. Corto Maltés hace de seductor, pirata, espía; cruza los océanos, vivaquea en la tundra remota y pisa latitudes extremas. Vive con brío y por propia determinación, cuando lo cierto es que no solo no le estaba destinado nada de eso, sino nada de nada. De poco le fue que pasara por la vida hecho un vainilla. Tuvo temple y se corrigió a tiempo. El guión de Hugo Pratt presta a ese asunto la extensión que merece el personaje; aquí vamos justos de espacio y lo vamos a dejar en mero enunciado: hijo de gitana de Sevilla y de marinero inglés, Corto Maltés es un muchacho de tantos que huronea por las callejas de la judería de Córdoba y algo después por los muelles de La Valeta, sin noción alguna de lo que pueda ser el porvenir fuera de crecer, agachar la cerviz y deslomarse de por vida tiñendo cueros o hacerse bandolero de mar. Su madre nunca se atrevió, pero otra gitana, también experta en quiromancias y buenaventuras, le mira la mano izquierda y ve algo anómalo y de muy mal fario: no tiene línea del destino. En un arranque que lo convierte de súbito en Corto Maltés y lo precipita hacia el futuro, el muchacho agarra la navaja de afeitar del padre y él mismo se abre en la zurda un tajo que va de arriba abajo. Ya tiene línea del destino.
Luís Claramunt no le va muy a la zaga a Corto Maltés en determinación. Él sí tiene línea del destino, pero no le gusta, se le antoja adocenada, vulgar, modorra; quién sabe. A estas alturas, la etapa liminar de su espantada social y su arranque como pintor es pública y ha sido referida en detalle, pero no nos queda otra: hijo de profesora de piano y decorador, Luís Claramunt (Barcelona, 1951) nace en el seno de una familia acomodada y culta del Ensanche, estudia en el Liceo Francés y llega a cursar algunas materias de Filosofía. A los 18 años se independiza y se traslada al barrio chino. Hasta su marcha a Sevilla en 1984, vivirá en diversos domicilios de ese distrito, donde pinta, cría gallos de pelea y se sumerge en una transformación racial que lo lleva a parecer, comportarse y hablar como un gitano.
Corto Maltés lo lleva en la sangre y no lo puede ni lo quiere eludir: es medio gitano. Claramunt no, es un niño bien que se da a la bohemia lumpen, un payo de buena casa que se agitana por convicción, se mezcla a conciencia y se mimetiza hasta ser indistinguible de uno de ley: un gitano payo. Su caso—quizá único, raro o cuanto menos poco frecuente— guarda cierto parecido con el fenómeno de impostación racial colectiva que tuvo algún calado en la Norteamérica de la pasada década de los cincuenta, cuando un gentío de jóvenes blancos de clase media, abducidos por Norman Mailer, adoptaron el modo de vida de la negritud marginal empapada en delincuencia, droga y jazz de antro. Para ganar autenticidad y tono vital, el hipster avanzado que preconizaba Mailer debía mimetizarse racialmente hasta donde pudiera, absorber con aprovechamiento y avidez las maneras del negro y desprenderse de sus resabios de blanquito pusilánime hasta el extremo revolucionario de pensar, bailar y mover la pelvis como un negro. El ensayo homilía que Mailer dedicó a instigar la conversión masiva se publicó en 1957 con el título The white negro. El negro blanco.
Corto y Claramunt, el medio gitano y el gitano sobrevenido, tienen en mucho en común. Uno se abre la zurda de arriba abajo para que su destino descapulle de una vez y fluya. El otro desciende con cuatro enseres por una calle de la diestra del Ensanche, cruza Barcelona de arriba abajo hasta los aledaños del puerto con idéntico propósito: abrir vía para que el borbotón de su destino fluya hasta el mar. Uno es pintor autodidacta y el otro una estampa, una ideación abocetada. Disímiles pero hermanados, unidos por la desmesura de un símbolo absoluto hecho comunión y vínculo entre ambos: el mar.
Desde que se embarca de joven en el Vanidad Dorada, el mar es el predio infinito y agreste de las correrías de Corto, su domicilio inestable, su continua pelea y su testigo. Desde que sube al esquife inestable del arte de pintar, el mar, los puertos y los barcos cruzan transversalmente la carrera de Luís Claramunt. Pinta azoteas y con lo que le queda en el pincel esboza muelles y atarazanas; pinta panorámicas y vuelve a los barcos; se deja tentar por el demonio de la abstracción de secano para volver al poco, como hijo pródigo a la barquita bamboleante del padre, al cuadro con asunto. Y ese asunto proteico y grave, que se retira y vuelve, es siempre el mismo: la veta inacabable de la imaginería marítima; gabarras cargadas de áridos, muelles, tráfico fluvial, viejos cargueros mordidos por el ácido de la intemperie y buques vapuleados por la galerna en remotos caladeros donde el grosor del mar asusta.
(continua en la siguiente entrada)