Se entra en la obra de un escritor como en una casa, y un libro bien puede ser la puerta principal, la de atrás, una ventana entornada, la gatera o la chimenea por la que colarnos. Yo accedí a Umbral a través de los tejados, bajando por el tiro de la estufa de este Las ninfas hasta el hogar de la mítica habitación azul donde comienza el libro.
Todavía tengo trazas del batacazo en la memoria y fisuras en unos cuantos huesos de aquella vertiginosa caída en Umbral, en su leonera de adolescente desgarbado en la que otro autor infinitamente más bestial, Baudelaire, ha meado y marcado como suya con el tibio reguero de orines en forma de cita con que se abre la novela: hay que ser sublime sin interrupción.
Leí este libro melancólico y aperitivo de todo Umbral en Chinchilla, Albacete, durante la mili, tiempo maravillosamente inútil y echado a perder. Miguel San Julián, Darío Álvarez y Víctor Inmaculado son los amigos de adolescencia de Umbral que transitan con él por esas páginas y que salieron del libro para hacer conmigo las imaginarias en aquel cuartel, los espíritus con quienes conversé en la garita durante las guardias. Hasta el mismísimo Umbral adolescente se me presentó una noche. Oí sus pasos camino de los polvorines y lo vi desde la torre de la garita abrirse vía a zancadas por entre la nevada. Un dandi espigado y con tabardo de posguerra se acercaba a través de la penumbra traspasada por vellones de nieve. Le di el alto y le pedí el santo y seña. Su voz de niñato grave, muy trabajada ya por la pose y el postín, no dijo alto y claro “Tegucigalpa”, que era el bueno, sino que dejó ir una frase entera: hay que ser sublime sin interrupción, y al punto supe que era él. En ese momento dejó de nevar.
Umbral al raso, bajo el cielo de Chinchilla cuajado de astros que lo han guiado, tal un mancebo de botica lírica que hace recados a altas horas y se ha orientado en la oscuridad hasta dar conmigo. Según dijo, había dejado el estío perenne de su libro habitado por ninfas de acequia, para dejarse caer por aquellas soledades, frías y castrenses, y hacerme saber lo inevitable: que ninguna de las muchachas que pululan por sus páginas se haría real. Todas eran frágiles ninfas, criaturas estivales y en exceso delicadas para los rigores del invierno albaceteño. Ellas no vendrían, pero me traía la embajada de su aroma.
Umbral se quitó uno de sus guantes amarillos, me alargó la mano y me dio a oler las yemas de sus dedos. El perfume de su María Antonieta era complejo, levemente almizclado, probablemente francés y demasiado caro para una muchacha de provincias. La risotada de bachiller lúbrico que soltó Umbral en ese instante me lo hizo evidente: no era perfume de marca, sino el aroma natural de sus ingles de ninfa de aguas estancas.
Nevaba otra vez. Umbral dio media vuelta y se internó en la nevada citando de memoria y en voz alta un pasaje de su libro; podría haber sido cualquier otro, pero fue este: “…lo que se acepta sólo con la madurez, es que no hay salvación para nadie en ningún sitio, que no hay una franja mágica de vida donde se detiene el tiempo y se es feliz para siempre”. La oscuridad, traspasada de vellones de nieve, se tragó su figura alargada de muchacho de casa bien que escarba en Baudelaire.
Las Ninfas es sin duda uno de mis libros de la noche del corazón más queridos. Siempre que nieva en Barcelona le echo un vistazo.
Las Ninfas, Francisco Umbral. Editorial Destino, Barcelona, 1976. |
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