El brillo pasajero de un libro en el estante es un fenómeno de refracción de la luz sobre el lomo del volumen, y en nada se parece al destello perpetuo de un título, la faceta encendida de un diamante impreso que nos titila en la oscuridad total del corazón. La luz inolvidable de algunos libros ha quedado adherida a nuestras vísceras y ese fulgor nos hace luminosos por dentro. Eso explica el plus de claridad que tienen las radiografías de quien ha sido turbado de por vida por un libro.
La luz pura de esta entrañable edición de la Divina Comedia sigue incrustada en nosotros como una vieja brasa. Uno ha comprado u hojeado furtivamente otras ediciones: bilingües, ilustradas, en tres tomos, anotadas con erudición, puestas al día, magníficas, hermosas, definitivas, fascinantes; y sabe, por comparación, que esta hermosa edición es humilde y puede que hasta deje bastante que desear en lo fundamental. Pero es el aparato defectuoso que en su día nos deslumbró, y no tiene repuesto.
Aunque es compleja y polisémica, y la exégesis la ha abierto en canal y escudriñado con largueza, la obra es fruto de la pasión amorosa, y esta no entrega la llave de su ciudadela al primero que pasa. El metal último de ese impulso irracional lo viste Dante con teología, harapos de mortaja y hábitos de beato. Debajo de toda esa ropa conceptuosa está el fantasma de Beatriz, la niña que se había cruzado con Dante por las calles de Florencia cuando ambos tenían nueve años. Ella ni reparó en él, pero Dante quedó tan absolutamente subyugado por su imagen, que más tarde definiría la estampa de aquella muchacha como la de un “ángel jovencísimo”.
Uno revuelve en el tocho de la Divina Comedia y encuentra billetes de metro, papeles con números, hebras, guedejas. Al cabo de tantos años, y los escombros de la lectura siguen ahí. Uno vuelve a la página donde Virgilio deja a Dante al borde del Leteo —“Ya no esperes mi voz o mi consejo…”—, y encuentra todavía flechas en los márgenes, viejas señales de haber cruzado ese río. O va con Dante por los descampados matutinos del Purgatorio al encuentro de Beatriz, llega hasta la página señalada con la entrada de un cine que ya no existe y ve de nuevo con los ojos del poeta “…a una mujer con manto verde vestida del color de viva llama”. Las marcas siguen en su sitio, todo está igual.
Un pico de papel cebolla muy tostado señala algo hacia el final del libro. A cubierto de la luz, la tira es por dentro una lámina de escarcha que se ensancha hasta ocultar el texto. A través de ese velo se lee perfectamente la modesta línea en que acaba todo: “el amor, que mueve el sol y las estrellas”. Tras esa cúspide va el índice y después el colofón, que nos baja de esas alturas místicas a nuestro plano y nos recuerda que esa hermosa edición se hizo en este mundo:
La impresión del presente volumen, a
cargo de los «Talleres Gráficos Saturno»,
Torrente de las Flores, 14, Barcelona,
concluyó el día 24 de diciembre
de 1960. El papel lo fabricó
«S. A. Payá Miralles» de
Valencia. La encuadernación
fue realizada en los talleres
«La encuadernadora
Moderna, S.A.»
de Barcelona.
«La Divina Comedia», Plaza & Janés, editores. Barcelona, 1960. |
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