Sin la muerte solo habría un dibujo: el firmamento.
(Libro del sábado)
Acaso la muerte personificada, la parca, sea el único ente verdaderamente superdotado. Su pasmosa velocidad de aprendizaje, asimilación y alta capacidad serían —son— absolutamente sobrecogedores, y su dominio de procesos, técnicas y habilidades complejas, prácticamente instantáneo.
Si se acepta lo anterior como razonable hipótesis de partida, no sería ningún disparate pensar que la oscura muerte, esa presencia que la tradición, la cultura y el apego a la vida han tachado de execrable y ominosa, pudiera tener también sus veleidades de artista y ser, en el mejor de los casos, creador dotado, sensible y muy capaz de producir alguna que otra obra estéticamente cualificada o como mínimo pasable.
El Libro del sábado no es otra cosa que el álbum de dibujo de la muerte, el infolio bello y demencial donde queda registrado su vertiginoso aprendizaje, que en escasamente un día —un sábado sublime— y un buen fajo de esbozos, apuntes del natural y ejercicios libres evoluciona de no saber coger un lápiz a dibujar como los ángeles.
He venido trabajando de manera intermitente en esta obra —saludablemente inacabada y prácticamente inédita— desde 1998. Siempre me he referido al Libro del sábado como un ingente volumen que respira a sus anchas y se resiste a ser concluido, maquetado y comprimido en formato libro; una obra cuyas imágenes y textos están quizá destinados a perdurar en un estado de gracia robusta y salvaje ajena por completo a las formas de compresión, producción y difusión de producto cultural.
Al cabo de estos casi quince años de trabajo discontinuo llevado a cabo como por antojos y pulsiones de muy distinta intensidad, lo cierto es que el magma de la obra no se ha enfriado todavía. Hay dibujos que entran y salen del plan general, pasajes del texto que hacen lo propio y presentan dos y hasta tres versiones, y toda una maleza de bocetos y cuadernos que han brotado en los márgenes del terreno que en su día se acotó y desbrozó como Libro del sábado. La parcela parece dejada, pero nunca ha estado en abandono.
La obra se compone de sesenta dibujos al grafito sobre losas de mármol y una serie de textos grabados sobre vidrio. El conjunto se distribuye en diez aparadores metálicos que ocupan una superficie aproximada de 50m2. Pese al contenido netamente genital de unos cuantos dibujos de la serie, es a todas luces evidente que la obra en su conjunto no tiene parentesco alguno con la obscenidad gratuita ni con el mal gusto, y no será necesario advertir al espectador a cerca de “contenido explícito” cuando sea mostrada, junto al resto del material de De La Pulcra Ceniza, en la exposición que prepara el Espai Betúlia de Badalona para el 2014.
Como adelanto, ahí va una serie de imágenes y textos escogidos del primer movimiento de los cuatro que componen el Libro del sábado.
La chiquilla furiosa que acude al dibujo vestida
de pandemias está al caer. Su soberbia esplende más
que el papel en blanco hacia el que acude.
Flota pálido su trémulo plumier en las exequias del día,
y se oye un lápiz dar bandazos como de estiba suelta
en un navío escorado.
Hecha a la dalla y la desdicha, qué sabrá la muerte
de dibujo ni su mano inepta de coger un lápiz.
En ceniza se deshace el papel bajo su zurda.
Tal una tormenta de pétalos tullidos llevados
por el viento hacia un museo de escombros,
pasan los apuntes de la muerte en pedazos;
en añicos esparce su talento la noche blanca.
Ahí van las pavesas del primogénito
de sus dibujos, expuestas en el viento.
Se pierde en la madrugada la página inicial
del álbum de una niña dotada como nadie.
Su arranque memorable se ha volado,
pero la valía de esa mano medra y convence.
La muerte sabe,
ha domado la línea nada más ponerse.
Pero la línea no es nada para quien
tanto promete. Es hora de fríos cotejos
y pruebas de más alta pericia.
Chorreando talento, esa muchacha vestida
de óbitos controla su pulso bestial de madrugada
y dibuja a mano alzada sobre la lisura de una lámina
llena de ahogados. Encorvada sobre las aguas estancas
de un aljibe fatal, esboza en agua misma
a cuenta de papel; carne pudenda copia del natural
bajo una luz antigua de pelo de niños
ardiendo en el fanal.
La que diezma, orina en las cisternas como quien
emborrona ofuscado láminas fallidas. Las aguas desbordan
y arrastran consigo los posos de un obsceno dibujo
a su sepulcro de fango. Ese carmín de casquería
que corrompe la crecida es prueba evidente de que
la muerte sabe. No ha amanecido aún y ya dibuja
la carne como tal. Su mano mustia y glacial es capaz
de infundir el parecido.
© de todas las ilustraciones, Juan Miguel Muñoz, 1998-1999-2000 y 2001.
Aspecto que presentaba el Libro del sábado en 2005.
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