Mallarmé en el rincón de su casa, descansando tras haber leído ya todos los libros. |
Entre el montón de libros que llevan meses revueltos en la repisa trasera de mi cama han venido a coincidir una serie de títulos dispares y sin mayor afinidad entre ellos que la de, en principio, formar parte de ese depósito y haberse amontonado, unos sobre otros, en abandono promiscuo durante una buena temporada. Lo cierto es que ahora que me ha dado por aligerar la repisa y reintegrar a sus estantes una buena parte de esos títulos, me percato de que entre varios de ellos hay una afinidad más profunda y un eco que les es común, pues en algunas de sus páginas se hace mención, siquiera sea de pasada y desde diferentes puntos de vista y con diagnósticos bien dispares, de la desazón de querer leerlo todo, absolutamente todo.
De nuestro Miguel de Cervantes se dijo que “leía hasta los papeles que volaban por las calles”, expresión comedida que únicamente informa de la fruición lectora de Don Miguel, pero que ni por asomo hace insinuación alguna de que tuviese el afán de leerlo todo, absolutamente todo. Uno diría que, a ese respecto, los clásicos son ponderados y nunca se tiran el farol de haber hecho tal cosa; y no digamos ya los antiguos, cuyas recetas van de la templanza lectora al ayuno severo. “Déjate de libros”, recomienda Marco Aurelio en sus Meditaciones.
Se diría que el afán, desmesurado y a todas luces demencial, de querer leerlo todo, absolutamente todo, bien pudiera ser síntoma de algún tipo de ansiedad. De ahí que haya sido la modernidad, incontinente editorial y ansiosa de por sí, la época en que aparece la figura del lector al por mayor que fantasea con agotar y dar cuenta de todo lo editado.
Que yo sepa, fue precisamente uno de los popes de la modernidad tardía, Mallarmé, el primero que dice haberlo leído todo: “La carne es triste y ya leí todos los libros”. Ahí es nada: leídos todos y cada uno de los libros; todo el forraje colosal de la cultura pacientemente deglutido, a lo largo de toda una vida ―o de varias―, en un sillón de orejas junto al fuego.
Es preciso tener en cuenta que Mallarmé abre con esas palabras su poema Brisa marina, y que la poesía es lenguaje que se ha deshecho del estorbo del sentido literal, y va por libre. Aunque lo diga, no parece que el maestro quiera alardear de haberlo leído absolutamente todo. Su propósito sería levantar acta poética de un anhelo de huida y decirnos, muy hermosamente, que los hastíos del sexo y de la cultura impresa (el instinto de la tribu, las palabras de la tribu) han acabado aburriéndolo por igual; y que se va, que embarca hacia lo desconocido.
¡La carne es triste y ya leí todos los libros!
¡Huir, huir allá! Siento a las aves ebrias
de estar entre espumas ignoradas y cielos. Nada,
ni los viejos jardines que los ojos reflejan,
retendrá a este corazón que se templa en el mar,
¡Oh noches!, ni la claridad desierta de mi lámpara
sobre el papel vacío que la blancura veda,
y ni la joven madre que amamanta a su hijo.
¡Partiré! Nave que balanceas tu arboladura,
¡Leva por fin el ancla hacia exóticas tierras!
(Fragmento de Brisa marina, versión de Federico Gorbea, Plaza & Janés, 1982)
Lecturas compulsivas está publicado por Anagrama. |
Como decía más arriba, en alguna página de los libros que he devuelto estos días a su anaquel se hace mención, mayormente para refutarlo, del propósito demencial de leerlo todo, absolutamente todo. Excepto uno, el resto de sus autores se muestran escépticos o abiertamente críticos respecto a que tal complexión lectora sea viable, materialmente posible, saludable o siquiera cierta. La excepción es Félix de Azúa, quien, en la página 13 de su Lecturas compulsivas, asegura que “Semejante tarea, leerlo todo, que puede parecer enorme, es perfectamente posible.” Entendemos que la cursiva confiere a ese todo un valor relativo adecuado para referirse a lo que valga la pena, vaya a misa, sea pertinente o estéticamente cualificado, que sin duda es una cantidad ingente de material textual, pero que nunca abarcará, por razones obvias, la totalidad de la oferta cultural. El todo descomunal al que se refiere Mallarmé.
Fresy Cool está publicado por Mondadori. |
Si bien cabe decir que a lo largo del libro se hace más hincapié ―pero que mucho más― en escribirlo todo que en leerlo, aunque también, este Fresy Cool es otra de las obras que he rescatado de la repisa trasera de mi cama que se refiere a su vez, aunque sea de pasada y en tono paródico, en un caso, y de sospecha fundada, en otro, al asunto de la voracidad lectora con ínfulas de abarcarlo todo o por lo menos bastante. Desde un remoto y post apocalíptico enclave denominado Madrizentro, Pleonasmo Chief se pregunta en la página 136 “¿Por qué ese empeño en parecer que uno lo ha leído todo, todo y todo? ―Pues no, no he leído nada de Flaubert ni de Melville ni de Guattari. De hecho, lo que en verdad me gusta es salir con los colegas del barrio por Desengaño a escuchar los piropos de las fulanas. Y aquí estamos, tío. ―Sin el más mínimo ápice de vergüenza, gregario, como gusta ser.”
El fragmento es paródico, por cuanto la verdadera naturaleza de Pleonasmo es precisamente la inversa. Entiendo que al igual que ocurre con el todo de Azúa, ese gregarioen cursiva es un guiño. Pleonasmo no es ningún gregario, «quiyo» de barrio ni nada parecido, ni su chati una «choni» cualquiera de polígono, y, aunque no lo ha leído todo, ha leído bastante; de hecho, su Fresy Cool es, entre otras cosas, un largo, interesante y por momentos brillante decantado de autores, poéticas, filias y fobias literarias.
Como decía más arriba, en el libro hay una segunda referencia a la voracidad lectora, si bien su tono es de fundada sospecha acerca del verdadero calado y la supuesta amplitud de ese hábito declarado. En la página 231, uno de los secundarios que prepara su tesis para la Academia Google dice acerca del profesorado: “…lo más importante es ser cauteloso. Y escéptico: esa gente (Lundberg, mi tutor, el primero de todos) no ha leído ni la mitad de lo que sospechas cuando entras en la Academia.”
Mallarmé en un hermoso y falso tropo, Azúa fintando y eludiendo mediante la cursiva la verdadera magnitud de tal empresa, y Antonio J. Rodríguez poniendo en boca de uno de sus personajes la sospecha de que al respecto acaso todo sea fachada, vienen a coincidir en que leerlo todo es, a estas alturas, empresa a todas luces inhumana.
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