(viene de la entrada anterior)
II – La noche española
La última noche del atraso es la noche específica, mítica e irrecuperable a la que dan directamente las pequeñas ventanas de esta quincena larga de dibujos que bajo el título Circular nocturna Juan Miguel Muñoz ha reunido en la galería El Catascopio. Esa noche común y al mismo tiempo legendaria, ordinaria y señalada, es la noche de autos (dicho en toda su amplia polisemia) donde se desarrolla el meollo de una curiosa poética de ultracuerpos móviles, fantasmas rodados y apariciones de vehículos difuntos.
El camión que aparece en estos dibujos es el vehículo etéreo y fantasmal que, al igual que esos aparecidos que siempre vuelven a la curva donde fueron embestidos, cubre la misma ruta nocturna cada aniversario de la legendaria última noche del atraso.
Si el encargo de este texto me hubiese llegado antes de que el título de la exposición se hubiese decidido, sin duda habría sugerido que se reutilizase a tal fin Noche española. Es el título ideal; y lo hubiese defendido como si fuese por completo original y Francis Picabia, Eduardo Arroyo o Ángel González, entre otros, no se nos hubiesen adelantado. Sin ánimo de polemizar, entiendo que el lamparón de ese título enigmático, furioso y melodramático queda mejor en la camisa zurcida y pobre de chófer humilde de esta exposición que sobre algunas de las pecheras inmaculadas donde se ha colocado en ocasiones. Pero las cosas son así y hay que aceptarlas, el mérito de haber dado con el título La noche española es de Picabia. Él lo vio primero.
Mi predilección por ese título no es arbitraria. Entiendo que el paisaje que se deja ver en esta serie de dibujos y se obstina en permanecer a oscuras es de España, no hay duda. En esa tiniebla rasgada por los haces de luz de los camiones late la España cárdena y visceral de siempre, la de Goya y El Greco, la de Ramón y Solana, la de Cela y Delibes. La de El Lute y también y sobre todo la de Franco. Sobre todo ésa. Aunque no se ve, el perfil imponente del toro de Osborne anda por esos cerros. Tampoco se ven las vallas donde se publicita La Casera, los viejos transformadores de la luz historiados con el yugo y las flechas o los paredones desvaídos donde figuran la promoción anual de mozos llamados a quintas. Toda esa imaginería está sin duda por ahí, fuera de los haces de luz de los camiones, pero muy cerca.
A poco que le interese el mundo del motor, tenga algo de retentiva y también cierta edad, el espectador medio caerá rápidamente en la cuenta de que los vehículos que aparecen en las ilustraciones no son camiones genéricos sino modelos específicos de marcas nacionales de hace unos años. Ebro, Avia, Nazar, Pegaso, Barreiros, esas son las firmas legendarias que levantaron el parque móvil español de vehículos pesados durante el desarrollismo franquista y cuyos modelos aparecen aquí en todo el esplendor épico de su tarea. Aunque parcialmente velada, la estampa inequívoca de esas viejas glorias se deja entrever lo suficiente para permitirnos adivinar que el camión que se acerca de frente a un cambio de rasante es un Avia; el que deja atrás el perfil de un municipio y encara una pendiente, un Pegaso “mofletes”; el que se dispone a cruzar un puente alto de doble arcada, un Ebro. Y así en cada una de las ilustraciones.
Aunque no es lo más evidente de su complejo discurso, Circular nocturna —cuyo título ideal hubiese sido, repito, Noche española— es también y sin lugar a dudas una exposición de añoranza camp de la imaginería del mundo del motor durante el mediodía del franquismo, fase que hoy, a más de medio siglo de distancia, se nos aparece como un capítulo de relevancia técnica y tenue modernidad acaparado por el casticismo español de viejo cuño y subsumido en su rancio barniz de gloria y fanfarria; una exposición apolítica y apolémica que coincide con el auge del enconamiento antiespañol que se vive en Cataluña —donde campa a sus anchas el eslogan “España nos roba” y funciona a todo tren el aspersor secesionista— y comparece puntualmente en la galería El Catascopio del barrio de Poble Sec de Barcelona sin mitigar ni mucho menos disimular ese rasgo suyo que, precisamente porque podría pasar desapercibido, conviene señalar aquí y evitar así que se pierda irremediablemente en el amplio flujo de un discurso puramente estético focalizado en la puesta al día de la nocturnidad romántica y su inevitable reseña de la insignificancia humana y técnica frente al pasmo del cosmos insondable.
Lo crucial en estos dibujos no es la anécdota que se repite en todos ellos con ligeras variantes. A saber: las luces de un camión solitario abriendo brecha en el paisaje sometido a la supremacía abusiva de la noche estrellada. Que esa luz desvele y enfatice la forma específica de un camino de grava, un árbol o una pared en ruinas es lo de menos. Aunque no es irrisoria —de hecho, va a interesar también al espectador más exigente—, esa anécdota figurativa y tenebrista funciona como reclamo para que nos aproximemos y, con algo de suerte y bastante fe, percibamos que lo esencial no es la luz ambulante del camión ni el resplandor eterno de las constelaciones, sino que lo crucial se da en las zonas sombrías del dibujo donde acampa el paisaje terrestre.
A poco que nos demoremos lo suficiente frente a alguna de estas ventanas, acertaremos a distinguir en el negro uniforme y pleno vagos perfiles familiares. Son formas, cosas, gente, símbolos, traumas, tormentas y lo que cada quien acierte buenamente a ver; presencias que no están en el dibujo sino que las añade, en un acto de transferencia espontanea, el fervor del espectador. Cada hombre en su noche, así de hermosamente tituló Julien Green una de sus obras, frase que vendría a postular la existencia de una noche capital en la vida de todo hombre y, por extensión, de toda persona. El contenido torrencial de esa noche irremplazable es lo que volcamos en las tinieblas del dibujo. Lo que sea que veamos en esa intemperie anochecida es de lo más íntimo que hay en nosotros.
Ignoro lo que, aparte de los inevitables camiones, otros verán en ellas cuando esas imágenes se exhiban en la galería, pero recuerdo perfectamente lo que yo vi la tarde que, puestas en hilera, las contemplé en el estudio de Juan Miguel. Y lo que vi fue, ni más ni menos, que la última noche del atraso.
III – La noche propicia
Ser de origen rural es un absoluto sin grados ni matices ni escapatoria posible, un estigma visual y auditivo inconfundible, perdidamente irrevocable. No hay comunión como la de mentar con quien también lo ha visto cómo el almidón de la helada deja los rastrojos tiesos, cómo se aleja el soniquete de la esquila. No sé los otros, pero el atraso rural era hermoso: el viento era lo más lozano, y hasta el nombre de las maestras de las escuelas remotas era brisa leve y común: Claudia. De tan flacas, las evaporaba la canícula, y una áspera tormenta de gramíneas y barro las devolvía intactas: el mismo tacto de manzana claudia recobrado al cabo del diluvio. El viento. Era lo más lozano pero también lo más cruel: agitaba rosaledas y deshacía el pelo de las niñas con el mismo brío que los nidos. Pistilos de rosa, broza de gorriones y horquillas de alambre mortífero: el aire del atraso era irrespirable y así de hermoso.
El recuento sesgado de la ruralidad siempre va de eso: de lo rudo y sensual que era todo por entonces. El tópico es cierto, pero en lo referente al verano se queda corto: era sublime y perverso de día, y doblemente sublime y acaso infinitamente pérfido de noche.
Las falenas y las palomillas que acuden a la luz son las que más saben de la brevedad del verano y del valor incalculable de la luz y el calor de una bombilla encendida en la noche tibia de las postrimerías del estío. Ya que me es literalmente imposible describir la secuencia inicial de esa última noche del atraso sin mencionarlas, la dejaré así: un sinfín de falenas cruzaban sus órbitas alrededor de un aplique de pared pobremente iluminado en la calle abierta al desvío de la nacional. Al detenerse el camión, la plaga abandonó de una la luz mortecina del aplique por el resplandor vivo y caliente que brotaba de los faros del vehículo parado. El chofer dejó el contacto y la radio puestos, y bajó a recoger un cabo suelto de lona que rozaba el suelo y a fumar de paso en la penumbra. Entonces oí la canción, el himno bisagra que delimitó con nitidez las áreas de sombra y luz de mis recuerdos. De una parte la mitad umbría de la ruralidad y la belleza absoluta del atraso secular; de otra, el porvenir iluminado, la belleza justa. Acabó de sonar el final de alguna pieza de música borrosa; qué sé yo a estas alturas la coda de qué canción exactamente eran aquella. Ni idea. Lo que recuerdo vivamente es que el prodigio desplegó su tapiz sonoro a continuación. Inextricablemente unido al aroma de gasoil y grasa de motor que transpiraba el camión, fluyó también de sus adentros el hachazo de una canción deslumbrante que partió mi mundo en dos. Yo era una falena que no sabía nada la brevedad del verano ni intuía siquiera el valor incalculable que la luz, el calor y el sonido de aquel estío tendrían para mí el resto de mi vida. Una falena que, como las otras, en aquel instante dejó la bombilla pobre del pasado por el resplandor caliente y vivo de un foco de luz distinta y poderosa. Un insecto adolescente que no sabía que aquel prodigio era Qué noche la de aquél día, ni por supuesto quiénes eran los Beatles.
Lo que yo veo en esta exposición es aquella noche repetida tantas veces como dibujos se exhiben. Veo hasta diecisiete variantes del adorable fantasma de un camión difunto desasido de sus propios despojos que circula hacia un levante de progreso y esparce en la noche las esporas de una canción. Un vehículo espectral que deja atrás la ceniza del pasado, el atraso de las aldeas humildes y las pedanías ilegibles entre tanto polen en suspenso, el de las bandadas de muchachos espiando en el crepúsculo y las niñas orinando en cuclillas en la espesura de una maleza llena de ojos; el atraso de las ancianas camino del rosario, el de las escuelas despobladas por una pasa de paperas y el de los oligofrénicos y los tontos de solemnidad sentados solos en los poyos, mirando nada; el atraso de los suicidas con boina y el de los párrocos cruzando el lodazal de las almas caídas; el atraso de las caballerías cargadas de lavanda y el del plasma de la tarde profunda que gotea sobre el atraso del mundo espesos coágulos de bodas, bautizos, comuniones y sepelios.
Que cada cual decida a qué profundidad personal alude el vehículo que se abre paso en la densa noche de esta modesta serie de dibujos. Yo veo en todos ellos el espectro de un camión que atraviesa España por su ecuador simbólico: el surco que separa la modernidad incipiente de la ruralidad y el atraso secular. En mi caso, esa dolorosa linde la trazó con toda nitidez una canción crucial e indescriptiblemente hermosa que brotó una noche precisa de la radio de un camión parado.
Lo que echo a faltar en estos dibujos es la tonada de la canción y el tufo a gasoil. Lo demás está todo igual que aquella noche inolvidable y propicia. La última noche del atraso.
© 2014, Eladio Palomares
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