Tal y como adelantábamos en la entrada anterior, lanzamos a continuación dividido en dos partes La última noche del atraso, texto de cierta extensión y compleja mixtura en el que Eladio Palomares, mediante una apertura peculiar, un desarrollo sólido y un emocionante desenlace, nos brinda su sentido y muy personal comentario acerca de la serie de dibujos que bajo el título Circular nocturna Juan Miguel Muñoz mostrará en la galería El Catascopio a partir del próximo 29 de enero.
LA ÚLTIMA NOCHE DEL ATRASO
El día es bello, la noche es sublime.
Kleist
I – Vehículos espectros
Aún quedan despojos de camión en los arcenes, chatarra de viejos autos en los baldíos y jirones de metal viajado en los solares infames de provincias.
Fuera de las vías de primer orden, despejadas de todo estorbo en aras de la seguridad, la fluidez y el aseo vial, no hay desplazamiento posible por el denso capilar de carreteras secundarias, comarcales, pistas forestales y caminos de mala muerte de todo tipo que no brinde la estampa de algún viejo camión apartado y desmembrado entre malezas u orillado en un solar de runa.
La escasez de grúas, la desidia de las aseguradoras, alguna riada oportuna y el antojo de la casualidad se confabularon en su día para que algunos de los venerables vehículos de carga que cruzaron el país de punta a punta no recibieran la atención que merecían y resten a la vista en estado de abandono, expuestos al rigor del descubierto y el flagelo de los años.
Como todo lo que palpita y tiene nombre propio, también el camión está sujeto al ciclo de la existencia y su culminación en el tránsito de la muerte seguida de la necesaria desaparición por inhumación en tierra, cremación o, en su caso, el reciclaje del metal y su disolución en los hornos de fundido. Para las culturas clásicas del Mediterráneo, la sepultura era el único salvoconducto que franqueaba las puertas del más allá al alma del finado. No había otro. Mientras los restos permaneciesen perdidos, inubicables, en paradero desconocido o dejados adrede sin cubrir y por consiguiente insepultos, el alma estaba condenada a permanecer y vagar sin arraigo por el mundo físico.
Y no solo quedan despojos de camión en los arcenes, chatarra de viejos autos en los baldíos y jirones de metal viajado en los solares infames de provincias, sino también algo mucho más misterioso y esquivo por naturaleza: el alma transeúnte de cada uno de aquellos vehículos adherida todavía a sus hierros como un fantasma en letargo esperando la noche propicia.
Invocar la simplicidad de los antiguos, como acabo de hacer, es un recurso muy útil para explicar con sencillez asuntos complejos. Nunca falla. Se ha de utilizar de entrada para que ya de buen comienzo la idea base quede expuesta con toda nitidez. Es un excelente aperitivo cuando para proporcionar a nuestro argumento más consistencia hemos de pasar a confrontarlo con aparatos conceptuales de digestión algo más pesada como, en este caso, la escatología cristiana, cuya mención es del todo inevitable aquí ya que pese a la pérdida de hegemonía espiritual de ese credo y al declive de su acepción social en la actualidad, es evidente que su larga persistencia en el inconsciente occidental ha empapado por completo nuestro imaginario en lo que respecta a la existencia en el más allá y la vida de ultratumba.
Son tres los posibles destinos del alma del finado según la escatología cristiana: Infierno, Purgatorio o Paraíso. Y también tres, según costumbre, las opciones terrenales del vehículo que por siniestro total, pura consunción o renovación del parque móvil ha quedado inservible: el reciclado inmediato en los hornos de fundido, el ingreso en el cementerio de autos o el abandono a la intemperie.
Sin pausa que valga, día y noche las prensas de metal comprimen en alpacas la herrumbre obsoleta de todo el parque móvil del planeta, y el horno del progreso, inapelable, bulímico y frenético engulle, funde, procesa y vuelve a generar metal flamante para nuevos vehículos de última generación. En cuanto que son destinos irremediables y terribles que no tienen vuelta atrás y también ámbitos parecidamente sofocantes de punición eterna o fusión instantánea, el bíblico y el crisol de fundición son infiernos hermanos.
La ciega combinatoria de pasado y porvenir en las moléculas del metal recién laminado es tan imprevisible, azarosa y poética, que no solo es probable, sino también hermoso y de una densidad simbólica considerable, que un Scania imponente recién matriculado en Dresde lleve en su ADN trazas del metal original del humilde Pegaso «mofletes» que, va para sesenta años, acarreaba ladrillos de adobe por la zona de La Alcarria; o que el nervio del Barreiros botellero que desde mil novecientos cincuenta y pocos hasta el setenta distribuyó hielo y bebidas gasificadas por los aledaños de Vicálvaro, haya pasado intacto a los muchos caballos del potente cuatro ejes cromado que ayer mismo salió del concesionario de Volvo en Bolonia.
Siquiera sea de forma vicaria, atomizado y disperso por todo el nuevo parque móvil el vehículo difunto podría efectivamente regresar así al tránsito rodado. Pero en tanto que el metal reaprovechado, nuevamente fundido y laminado es neutro y de utilidad indistinta para la industria en general, no es descartable que la colada de metal líquido a donde ha ido a parar el nervio ambulante y rebelde de un camión feriante se utilice para la fabricación de una partida de clavos, sillas poltronas, tapas de alcantarilla o cualquier otro adminículo relacionado con el sedentarismo extremo o el anclaje definitivo.
Para el que ha catado los cálices de la velocidad y el trasiego del viaje, el castigo supremo en ese infierno soporífero no es permanecer en él, sino volver a este mundo y verse confinado a perpetuidad en un punto fijo.
En la fosa común de metal y vasta herrumbre de los cementerios y desguaces de automóviles, verdaderos purgatorios donde yace, se lava y aguarda nuestro viejo parque móvil, vemos todavía, en una lamentable confusión de rangos que los denigra, vestigios de aquella casta épica de camiones apilados al descuido entre una plebe de turismos añosos, rancheras consumidas y caravanas trabajadas sin miramiento alguno por el ácido inmutable de la intemperie.
Aunque están al descubierto, el estado de restos civiles puestos bajo la demarcación y al amparo del preceptivo cementerio de automóviles que acreditan esos vehículos les otorga de hecho un estatuto equivalente al de restos sepultos en suelo santo.
Los amasijos acotados, cementerios y desguaces de automóviles son sin duda otras tantas franquicias del Purgatorio bíblico. El vehículo depositado en esos limbos ni está aquí ni en el más allá; no es todavía la molécula que volverá al tráfico rodado ni desgraciadamente será nunca el fantasma que aún circula ligado a este mundo. Es despojo que purga y espera, puro intervalo que ha quedado provisionalmente al margen de cualquier posibilidad de actividad transeúnte.
Si, como hemos visto, el horno de reciclaje y el Infierno comparten idéntica condición de destino inapelable, y por otro lado el Purgatorio y el cementerio de autos poseen también la misma cualidad de limbo transitorio donde el alma y el vehículo se lavan, depuran y aguardan; es sin duda el abandono a la intemperie —maldito para la mentalidad griega y obsceno en toda cultura— el único estado gozoso equiparable a la dicha de haber sido llamado al Paraíso de los justos y habitar en él.
El auténtico regreso a la circulación veraz es, pues, privilegio de los elegidos: los vehículos difuntos que pernoctan extramuros y en estado de abandono administrativo en suelo impío. Los camiones indomables desmembrados, reducidos a una lastimosa cabina desfigurada y un reguero de piltrafa diseminada por descampados y bancales. Como el otro, el paraíso con gasolineras también está reservado a los humildes y los vapuleados.
Al igual que la toxina del amor, la pelusa del albaricoque o las muchachas en blusa vistas al trasluz, el deleite sensorial y la felicidad opiácea del desplazamiento por carretera solo son de este mundo. Lo hermosamente paradójico y próximo a la maravilla es que la negra suerte de los camiones insepultos de toda índole, de los abandonados a su suerte, los olvidados, saqueados, humillados, descarnados, tirados en los arroyos fecales del olvido tiene mucho más de fortuna y buena estrella que de negro destino.
El fantasma de esos vehículos permanece todavía entre nosotros aguardando furtivo, año tras año, la noche en que todavía es capaz de circular. La única noche en que su presencia evanescente se activa y cubre nuevamente el mismo tramo por el que circuló durante aquella noche legendaria. La última noche del atraso.
(Continúa en la siguiente entrada)
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