No es el remolino de briznas
lo que hipnotiza los tordos
tras la tormenta.
Ha sido el brillo fugaz
—ya declinaba la pedrea—
de un cuchillo visto
al alisar el viento la maleza
que oculta las traviesas.
En febrero de 1996 yo era un escultor cuya trayectoria acabó de dibujar una curva descendente en el cielo de la escena barcelonesa y se precipitó hacia el olvido. Hacía apenas nueve años de mi primera e impactante muestra individual en la sala de La Caixa de la calle Montcada, y tras un reguero de exposiciones que salvo excepciones habían pasado la mayoría de ellas sin pena ni gloria, inauguraba en el discreto Pati Llimona de Barcelona —sala cercana a la de la calle Montcada pero de nivel sensiblemente inferior y sin ningún tipo de pedigrí— una exposición cuyo eco sería prácticamente inexistente. Aunque mi carrera como escultor no acabó allí, lo cierto es que “La pelliza de hiedra” —ese era el título de la muestra— abrió un serio paréntesis, una moratoria voluntaria que se cerraría al cabo de doce largos años.
Si no recuerdo mal, en el otoño de 1995 Jeffrey Swartz me telefoneó para preguntarme si estaría interesado en participar en un ciclo de tres exposiciones que se iba a llevar a cabo, bajo su asesoramiento, en el Pati Llimona, no en su sala habitual sino en un nuevo espacio habilitado en el pequeño mirador que da a los sillares y al paño de muralla romana que forma parte de la estructura del edificio. El ciclo se iba a llamar “Sobre las ruinas”, y la idea base de su argumento era poner en contacto los nobles y severos vestigios de la Barcino romana y la fugacidad y obsolescencia inmediata del arte de nuestros días.
Según supe después, se trataba de una iniciativa que la dirección del Pati Llimona ponía en marcha con objeto de abrir su casa a la plástica del momento y, si todo rodaba, posicionarse en el mapa de nuevos enclaves expositivos de Barcelona. En principio se trataba de un ciclo puntual que, dependiendo del eco que todo aquello despertara en la prensa, tendría o no continuidad. Obviamente no les interesaba el arte del momento, sino lo que este pudiera hacer por la revitalización y el reflote del nombre de esa institución en los medios. El factor decisivo iba a ser la prensa; todo se apostaba, en tres únicas exposiciones, a esa carta.
Con Jeffrey acordamos que lo apropiado era llevar la pieza de barro prensado de tamaño respetable que había expuesto recientemente en la Fundación Pablo Serrano de Zaragoza; una caseta ruinosa con las paredes interiores cubiertas por una hiedra de papel vegetal, que tenía por suelo una lámina de agua enlodada. Nos interesaba el violento contraste entre aquel débil chamizo de intemperie y las piedras soberbias de la vieja Barcino. La exposición se acabó de completar con dos pequeños relieves, en barro y en cera, realizados a lo largo del otoño-invierno de aquel año.
Por entonces yo era, aparte de escultor en caída libre, un muy humilde editor en ciernes —estado que nunca he rebasado— que bajo el sello De La Pulcra Ceniza había venido publicando unas sencillas plaquettes de gente que conocía y me gustaba, y decidí que, para acabar la serie y pasar a asuntos de mayor calado en ese ámbito, nada mejor que alimentar la propia vanidad editándose uno mismo.
“La pelliza de hiedra” fue exposición modesta y sin catálogo, pero contó con la dimensión añadida de un brevísimo poemario tirado a una sola tinta: La caseta del guardagujas. El cobertizo desolado que ocupaba la sala era un desdoblamiento en el plano físico de la caseta vapuleada por los elementos que se menciona en esas páginas escasas.
…la caseta del guardagujas
bajo gálibos y cables
de un tenue hierro que transpira.
Como decía más arriba, todo se apostaba a una sola carta; y perdieron, perdimos. Únicamente apareció, haciéndose eco de todo el ciclo, una reseña de cierta extensión en Avui. La dirección consideró que aquella escasa atención de los medios no cubría las expectativas, y que el ciclo “Sobre las ruinas” era principio y final abrupto de las actividades del Pati Llimona dentro del ámbito del arte contemporáneo.
Todo parece indicar que “La pelliza de hiedra” tuvo escaso público a lo largo de las cinco semanas que duró su exhibición. En lo referente a su recepción y a las opiniones que pudo suscitar, es de largo mi exposición más parca y misteriosa; yo la tenía por semiautista y prácticamente muda al respecto hasta que, al cabo de seis u ocho años, coincidí en la calle con Àngels Viladomiu (colega de gremio y hoy profesora de la Facultad de Bellas Artes de Sant Jordi), quien me dijo que la había visto por casualidad, que le pareció una hermosa y evocadora exposición echada a perder en un espacio interesante pero sin posibles y sin la suficiente capacidad de convocatoria. Aunque no deja de ser una opinión, es evidente que Àngels dio de lleno en el clavo.
La chispa de mi corta y discutible trayectoria como escultor fue a caer al suelo encharcado de aquella caseta desolada, y se apagó.
En el paso a nivel, de noche,
un tren cargado
de acero insolente para coches
destroza a la muchacha
que buscaba luciérnagas
para ponérselas mañana
—hija del guardagujas—
en su boda luminosa entre el peinado.
Después de albergar “La pelliza de hiedra”, última de las tres exposiciones que por allí pasaron, se retiraron los focos y aquel espacio recoleto volvió a ser el pequeño mirador que da sobre los sillares y el noble paño de piedra de lo que fue una de las puertas de la muralla romana de Barcino.
(Los fragmentos en cursiva pertenecen a La caseta del guardagujas, De La Pulcra Ceniza, 1996).
Barro, papel, pigmento, madera y agua. 2,13×1,42×1,32 m. (1995) |
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