Los artistas no hibernan ni son animales de temporada, y como tampoco están amenazados por la caza furtiva, no tienen depredadores y se da la feliz circunstancia de que su ciclo reproductivo no está sujeto a períodos de cortejo y apareamiento en la espesura inaccesible, es posible observarlos a simple vista en cualquier época del año. No obstante eso, hay quien ha observado que una cosa es la presencia constante del artista y otra bien diferente la de su función, que es de utilidad intermitente y solo se precisa en muy contadas ocasiones. A ese respecto, y con un encomiable don para llamar a las cosas por su nombre y poner a los artistas en su sitio, el crítico Ángel González decía en uno de sus libros (creo que en Pintar sin tener ni idea, pero no estoy seguro) que “la función del artista es entretenernos hasta que llegue el buen tiempo”.
Si bien la presencia de artistas se ha hecho habitual entre la comunidad, lo cierto es que no todos son visibles por igual (como por otro lado ha de ser, ya que la introducción de cuotas de visibilidad y políticas afines en todos los ámbitos del arte ―en el oficial ya es un hecho― conduciría a situaciones aberrantes), de manera que unos pocos artistas son omnipresentes hasta hacerse los cansinos, otros se hacen visibles de tanto en tanto y por último queda la muchedumbre de los invisibles, que de estar, están, pero ni figuran ni se les espera en sitio alguno.
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De la tríada de artistas que figuran en el encabezamiento de esta entrada ―Francés, Tàpies y Millares― es Juana Francés la que ha estado abonada al grupo de los artistas que se hacen visibles muy de tanto en tanto, como los cometas. Hasta hace poco, no era muy habitual ver obra suya en Barcelona. Por fortuna la galería Mayoral, que le dedicó hace unos años la exposición monográfica El informalismo también era mujer, repite con ella y la incluye en Explosió, la muestra colectiva que tienen en cartel en este momento, exposición que me dispongo a comentar aquí. Por si fuera poco, el MNAC también rescató una obra suya para Quina humanitat, muestra colectiva que ha concluido no hace mucho. A tenor de la atención que últimamente se le prodiga aquí en Barcelona ―merecida, por supuesto―, Francés ha salido de la zona de penumbra y se ha hecho nuevamente visible.
Juana Francés estuvo entre los fundadores de El Paso, mítico movimiento artístico en el que su presencia fue un visto y no visto. Causó baja por desavenencias (dicen que de género) con los jóvenes machirulos que copaban aquel cotarro. Algunos de ellos se convirtieron al punto en los popes de la vanguardia española, credencial a la que seguían aferrados cuando la vanguardia se había desvanecido y era ya una curiosidad del pasado. Ese no fue el caso de Juana Francés. Figuró en exposiciones importantes dentro y fuera del país, pero sin llegar a apagarse por completo, su figura se cubrió de penumbra y quedó parcialmente olvidada. Tan fue así, que su reaparición en la sala Mayoral en 2020 fue saludada por Mª Àngels Cabré como el regreso de la gran ausente, tras un eclipse total y al cabo de un lapso especialmente sangrante de ocultación y olvido.
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El perfil de Manolo Millares no es el de un artista intermitente que sólo se deje ver en ocasiones. Nada de eso. Bien es verdad que en la escena barcelonesa no tiene presencia habitual, pero hay abundante obra suya en importantes museos de Cuenca, Madrid y Canarias. Es un artista que tiene plena visibilidad. Estuvo también entre los fundadores del grupo El Paso y fue de los primeros pintores que hacia mil novecientos sesenta y pocos se asentaron en Cuenca, ciudad que pasaba por capital de provincia dotada de comandancia de la Guardia Civil, central telefónica y comadrona residente, pero que en aquellos años era poco más que un pueblo ribeteado de corrales, almacenes de forraje y fábricas de tejas. Cuenca se llenó de intelectuales barbudos y gente sospechosa, de jovenzuelos que pintaban raro y de algún que otro potentado que trapicheaba con cuadros. Toda aquella actividad ―extrañísima, desasosegante y no obstante tolerada por los conquenses de bien― cuajó de súbito en un hecho sin precedentes: la apertura en 1966 del Museo de Arte Abstracto Español, que situó a Cuenca en el mapamundi del arte nuevo. Todo pasó, como quien dice, de la noche a la mañana.
Al fondo de obras de Millares que ya tenía ese museo vino a sumarse el contingente, más numeroso todavía, que la familia del pintor depositó en su día en la sede conquense de la Fundación Antonio Pérez. Ese importante monto ha convertido a Cuenca en capital esencial del legado de Manolo Millares, artista cuyo eclipse, muy al contrario que el de Juana Francés, no fue de naturaleza social ni tuvo clausula de revisión o posibilidad de ser revertido. El suyo fue vital e inapelable. Murió en 1972 con apenas 46 años de edad. Esa circunstancia fatal preservó su figura en una suerte de ámbar y cercenó de cuajo la posibilidad de que su estilo se corrompiera con el tiempo o el éxito lo pusiera fondón, como les ocurrió a sus compañeros de El Paso, a Tàpies y tantos otros.
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En la tríada de apellidos que encabezan el título de esta entrada, y por razones del todo pertinentes que después detallaré, he situado en el centro el de Antoni Tàpies, artista que no necesita presentación ninguna. Tanto se ha escrito sobre él, que los comentarios que pueda uno aventurar sobre su figura por fuerza han de ser breves, medidos y expresados sin pretensión ninguna de ser original en el enfoque o señalar algo que no haya sido ya advertido, desmenuzado y estudiado por sus exégetas o denigrado por sus hatters. De los tres que traigo a colación, él es quien tuvo, tiene y tendrá más visibilidad. Sin lugar a dudas, se le ha de incluir en la categoría de artistas omnipresentes hasta hacerse los cansinos.
Durante décadas, Tàpies ha copado la crónica, la crítica y la comidilla artística local aparecida en los media calientes y fríos (por decirlo con McLuhan) e incluso tibios, que de haberlos haylos. La guinda que dese hace ya bastantes años culmina ese pastel de varios pisos es la aparición estelar de obra suya (y no sólo de él) en la televisión, a diario y en horario de máxima audiencia. Y es que en las paredes de los salones donde se celebran los consejos de mandamases de los gobiernos central y autonómico de Cataluña, que a diario nos muestran los informativos de hora punta en todos los canales, pueden verse colgados Tàpies a tutiplén.
Me temo que esa persistencia televisiva no ha convertido a Tàpies, de momento, en un artista popular. Ha hecho, eso sí, que los signos soberanos de su plástica sean, como los vectores del logotipo de Chanel, reconocibles de inmediato por las masas, que no es poco.
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Bajo el título Explosión, la galería Mayoral muestra en la secuencia que indico ―Francés, Tàpies y Millares― obra de estos tres artistas junto a las de Equipo Crónica, Eulàlia Grau, Joan Miró y Antonio Saura, trabajos que no vamos a comentar aquí por cuanto nuestro interés, como decimos, se centra exclusivamente en los primeros. El argumento e hilo conductor en que se ampara la muestra es Zabriskie Point, el largometraje que Antonioni rodó en la zona de Los Ángeles y el Valle de la Muerte a finales de la década de los sesenta del pasado siglo. Película que si bien en su momento sufrió el doble desaire de la taquilla y de la crítica, el rápido colapso de la cultura underground, la posterior deriva del capitalismo y la solera que el tiempo deposita sobre algunas mercancías han transformado en una pieza de alta bisutería cinematográfica. Aunque puede que el guion flaquee y no vaya muy allá, la cinta posee un gran activo que compensa esa deficiencia básica: cuenta con una banda sonora del mayor interés firmada por Grateful Dead y Pink Floyd, y con trabajo de casting de lo más acertado que supo reconocer, entre los muchos candidatos que se probaron, a la pareja de protagonistas idóneos. Antonioni no quería actores profesionales impostando y bordando el papel de unos jovencitos rebeldes, sino jovencitos de talante rebelde que fueran ellos mismos delante de la cámara. Y acertó.
La primera parte de la película transcurre entre asambleas y algaradas de estudiantes, tránsito rodado, cartelería electrográfica de incitación al consumo y demás parafernalia urbana. Esa alusión a la cultura pop de protesta queda cubierta en la exposición con obras de Eulàlia Grau y el Equipo Crónica. La parte central del metraje lo ocupan las memorables tomas rodadas en Zabriskie Point, el enclave más árido y fotogénico de Death Valley, un grandioso panorama de baldíos, desmontes naturales y barrancos cruzados por coladas de lava roja petrificada y corrimientos de piedra pómez. Esa alusión a las vastas extensiones de materia ríspida queda ilustrada en la exposición con obras de Juana Francés, Antoni Tàpies y Manolo Millares, artistas adscritos a la escuela informalista española que introdujeron áridos y materiales de gravera en sus obras (Francés, Tàpies) o presentaron, sin contemplaciones ni miramiento alguno, retales de arpillera desabrida y áspera tela de saco como asuntos de interés (Millares). La parte final de la película la ocupa la célebre explosión que hizo época: la vistosa detonación de una casa de ensueño mostrada a cámara lenta. Seis minutos de auténtico borbotón dionisíaco con ambiente sonoro de Pink Floyd; tiempo retardado adrede para que puedan pasan por delante de nuestros ojos todas y cada una de las astillas de una vida de lujo volada adrede. Esa explosión, de donde toma título la muestra, la ilustra un Miró lleno de mujeres, árboles, pájaros y estrellas, un simple papel atravesado por una trama muy suelta de manchas de tinta y acuarela atomizadas con la gracia que solo el maestro sabía dosificar. Realmente despojado y bonito ese Miró.
He de reconocer que el argumento en que se ampara la exposición está bien traído y la secuencia de obras se ha dispuesto con acierto para que todo case. El resultado es irreprochable. No obstante eso, volví de la expo en metro tratando de identificar durante el viaje algo que no me acababa de cuadrar. La tarde había sido algo desapacible, y fue al salir de nuevo a la superficie en el Paseo de Verdún y sentir en la cara el relente de la noche cuando caí en la cuenta de que era la temperatura, el calor, lo que no me encajaba. Ni el eterno verano de California festoneado de piscinas, palmeras y chicas en bikini, ni tampoco las áridas estampas del Valle de la Muerte se avienen con la idea, adusta por completo, fría, nevada y en banco y negro, que siempre he identificado con la escuela del informalismo español y de todo el arte nuevo que se manifestó aquí durante el franquismo. Para mí, ya digo, los pintores matéricos de la época y todo el movimiento El Paso al completo van ligados al frío. Y si hay alguna zona desértica que encaja con la pintura árida y correosa que practicaban Francés, Tàpies y Millares no es, desde luego, el caluroso Death Valley filmado en tecnicolor durante el verano del amor de 1969, sino el casto y gélido páramo de los Monegros fotografiado con película barata en blanco y negro durante el largo crepúsculo de la era franquista.
Ese decantado de cosas diversas ―frío, pintura matérica y franquismo― forma un nódulo psicológico personalísimo, un asociado de información, vivencias, fantasmas y figuraciones de cosecha propia que no tengo más remedio que exponer aquí si quiero justificar la referencia a la sociedad de la nieve que hago en el título. A ver si sé hacerlo.
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Al famoso movimiento El Paso le han atribuido una importancia cardinal en la historia del arte español ya no tan reciente. No seré yo, desde luego, quien ponga reparos a esa atribución. Sí cabe decir, no obstante, que los auténticos pioneros madrugadores de la vanguardia de aquí tras el hiato de la guerra civil fueron los integrantes del Grupo Pórtico, verdaderos avanzados en el arte de capear la indiferencia y el desinterés, cuando no la mofa, que tuvieron la doble osadía de pintar raro y exponerlo al público nada más y nada menos que una larga década antes que lo hiciera El Paso. Y una década, en asuntos de esta índole y en época tan cerril como aquella, es mucho tiempo.
El Grupo Pórtico saltó a la palestra en la Zaragoza chapada a la antigua y castiza de 1947. Para hacernos una idea del marco sociológico donde vino a brotar ese hito de naturaleza casi milagrosa, hemos de tener presentes algunas consideraciones de orden político que afectaban a la España de entonces. El período de autarquía, denominado también Imperial o Azul, prevaleció hasta 1951; el régimen de Franco decretó el fin de la cartilla de racionamiento en 1952; el mortecino despegue económico que se inició entonces no se dejaría sentir por el grueso de la población hasta los albores de la década de los años sesenta; el llamado “milagro económico español” comenzó su despegue con el paulatino acceso a los centros de poder de los llamados “tecnócratas” encabezados por Laureano López Rodó, que llegó al ministerio en diciembre 1956, pocos meses antes de que en Madrid despegara El Paso.
La aventura de Pórtico tuvo lugar en la España de la represión, el frío, los sabañones y la escasez. Todo en blanco y negro, por supuesto. Claro que también había verano, pero yo diría que de manera interesada, la existencia del estío ―y esta es quizás la primera de mis figuraciones de cosecha propia― ha sido relegada por la historiografía antifranquista a fin de poner de manifiesto la dureza de las condiciones de vida de la época, con las que sin duda casa mucho mejor el invierno tal como era entonces: largo, desapacible y adusto.
Junto a Pórtico surgió en aquellos años todo un sarpullido de iniciativas vanguardistas ―las revistas Algol y Ariel, el Grupo Dau al Set y el Salón de Octubre, por citar solo algunas― que afrontaron las mismas dificultades de difusión y aceptación que los de Pórtico agravadas por el roce constante con la autoridad, poco dispuesta a tolerar algunos de sus rasgos peculiares. Pienso al respecto, por ejemplo, en la revista Ariel, que se publicaba de manera clandestina en lengua catalana, y también en Tàpies, que cuenta en sus memorias cómo el delegado del obispo, alertado por terceros, se acercó hasta el Salón de Octubre para ver sus obras, cuya exhibición pública debió de encontrar a todas luces tan inconveniente, que un comando del SEU atentó contra ellas al cabo de unas horas. Era 1948, tiempos austeros y recios no solo para el arte. Y aún faltaba casi una década para la llegada de El Paso, movimiento que debutaría en una España algo más amable. O eso cuentan.
Cuando en 1957 El Paso saltó a la palestra y presentó su célebre manifiesto, hacía ya dos años que España había ingresado en las Naciones Unidas y estaba implementando de forma acelerada los cambios de la política económica imprescindibles para engancharse, siquiera fuese como vagón de cola, al tren de las economías pujantes de la zona europea. Con esa finalidad, el Régimen se abrió al capital extranjero y comenzó a ofertar sol y playa, exitosa combinación que en pocos años daría al traste con la imagen de España como predio cerrado, frío y lúgubre que aún tenía. Es pertinente recordar que El Paso surgió en sincronía con ese movimiento de apertura, no a contracorriente. Lo de ir a contrapelo había sido cosa de otros.
Todo y que en su manifiesto figuran alusiones a la situación cultural y política salpimentadas con bravatas de cervecería y órdagos como “vamos hacia una plástica revolucionaria”, lo cierto es que el Régimen no vio en El Paso una crítica explicita ni mucho menos un peligro. Todo lo contrario: la actualización y puesta al día de la plástica española que trajeron no era más que el correlato artístico de la exitosa operación de enganche al carro de la economía mundial. En otras cosas no, por supuesto, pero en lo tocante al arte extremo España quedaba homologada y en consonancia con el resto mundo.
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Ha llegado el momento de las revelaciones personales y acotaciones necesarias para dar cuerpo a esas figuraciones y fantasmas de cosecha propia que he mencionado más arriba. Nací en Casas de Garcimolina, Cuenca, en 1959. No viví en la escasez ni tuve que soportar los inviernos extremos de la época Imperial ni los del incipiente despegue económico. Pero el invierno ―el invierno de antes― seguía siendo de aúpa en las zonas altas de la meseta castellana durante mi niñez. Pertenezco por nacimiento a las generaciones de niños que durante los meses de rigor iban a la escuela con la cartera preceptiva a la espalda y un trozo de leña encima para alimentar la estufa de la clase. Que no me haya sido posible llegar a ser “sublime sin interrupción” como exigía Baudelaire, pase; lo peor es que tampoco he sido un varón espigado. Como a tantos, la prenda de la altura me fue negada por el freno del tronco que tiró hacia abajo de mí durante demasiados inviernos.
Cuenta en algún sitio Joseph Conrad que su padre, preso en Siberia, le contó en una carta que allí sólo había dos estaciones: el invierno blanco y el invierno verde. Sin llegar a tanto, lo cierto es que por encima de los 1.100 metros de altitud el período de buen tiempo ―ese en el que los artistas no son necesarios― era muy corto en la Serranía de Cuenca. La repoblación forestal ha cundido y ahora hay mucha densidad de pinares. Y como el pastoreo es casi inexistente, el bosque bajo y los rodales de maleza han ganado mucho terreno. En los años sesenta, ese mismo paisaje presentaba la musculatura vista y el rictus fibroso, mineral, escurrido. La deriva del clima lo ha puesto hirsuto y tan fondón como el éxito a los artistas.
Como quien ha elaborado una manía, una fijación morbosa que ha bordado con parsimonia en el tejido de la mente y no sabe explicarlo, ese paisaje pelado y magro estragado por el invierno, vapuleado por el aguanieve y flagelado por el vendaval del fin del mundo es el que yo identifico ―sin saber bien el por qué― con el ala matérica de la escuela informalista española de primera hora y sus obras, perpetradas también a la intemperie y tan a cara de perro como la que lucía el invierno de antes. Dentro de ese nódulo morboso el paisaje y el frío son entidades soberanas refractarias al pop, escuela artística netamente urbana ligada al progreso (o su ilusión) y enfrentada a la ruralidad y el atraso secular. En los albores de mi adolescencia urbanita en Barcelona, la estética algo caldeada y la banda sonora del pop colisionaron frontalmente contra la estética retro que yo traía de Cuenca, dominada por la austeridad destemplada, el sonido melancólico de la esquila y el repique sombrío de la campana, que doblaba y doblaba toda la tarde por una niña dengue que cogió un resfrío. Es lo que tiene ser de pueblo.
También había verano, por supuesto. Un verano blanco de vilanos y verde de choperas. Pero esas son otras imágenes. Otra historia.
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Sostengo que Juana Francés, Antoni Tàpies y Manolo Millares, que cuelgan exactamente en ese orden, han constituido una suerte de “sociedad de la nieve” en la pared de la galería Mayoral. El largometraje que articula esa secuencia de cuadros no es, a mi modo de ver y por cuanto he dicho, Zabriskie Point, sino La sociedad de la nieve, la reciente película de J.A. Bayona, algunas de cuyas escenas muestran la mecánica del vivaque extremo que permitió a los tres muchachos descender desde la alta montaña en busca de ayuda. Ese vivaque también lo practicaban los pastores en Castilla, por mi pueblo contaban cómo alguna vez habían tenido que echar mano de ese recurso. Dormir al raso con una temperatura que ha caído muy por debajo del cero puede resultar mortal si no se tienen los flancos cubiertos. En el centro se sobrevive; en los laterales, no. Tal y como muestra la película, los tres chicos, que dormían en el mismo saco, establecieron un sistema de rotación para que cada unos de ellos ocupara la posición central en turnos de una hora. En el centro se puede dormir y seguir vivo; en los laterales, no.
Algún pastor de la zona de mi pueblo, ya digo, que se vio en el trance de pasar forzosamente al raso una noche de helada extrema sobrevivió poniendo en práctica algo parecido. Lo he oído contar con ligeras variantes, y pese a lo cómico de la situación, siempre con solemnidad y mucha carga melodramática. Es probable que ocurriera más de una vez, pero sin duda no pudieron ser muchas. En caso de necesidad, los pastores conocían perfectamente los abrigos naturales y la situación de los apriscos, y, por otro lado, dominaban al dedillo la meteorología: con mirar al cielo y observar el comportamiento de los bichos tenían suficiente. Era una meteorología de raíz empírica, no una ciencia exacta (o con pretensiones de exactitud, como es ahora), y podía darse el caso que el pastor errara el cálculo.
Algún otro había al que también se le atribuía la anécdota, pero sin duda el caso más socorrido es el de Evelio, mítico pastorcillo sobre el que cierta noche, según contaban, cayó de súbito una helada de órdago con mucho aparato de viento racheado y aguanieve. Tan fue así que, temiendo por su vida, Evelio se vio impelido a inmovilizar dos ovejas por las patas y cobijarse entre ellas envuelto en la manta. Y tan ricamente. El centro es para los supervivientes. Para sobrevivir en los flancos hay que ser oveja.
Siempre que veo el Agnus Dei de Zurbarán ligado por las patas me acuerdo de Evelio. El Cordero de Dios no sólo quita los pecados del mundo. También abriga.
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Francés, Tàpies y Millares, esa es la secuencia. Tàpies queda en el centro, y ese lugar privilegiado ―no nos cansaremos de decirlo― es el de los supervivientes. La posición de los cuadros es una metáfora de cómo fueron las cosas para ellos tres durante la travesía nocturna del mundo del arte, donde se pernocta al raso. Porque toda una vida de ostracismo puede llegar a tener un peso simbólico equiparable al de la muerte, en los laterales quedan Francés y Millares, el muerto prematuro y la eclipsada en vida tasados por igual. Cada uno de los flancos es idéntico al otro en mortandad y a su vez maldito, porque solo se sobrevive en el centro, el lugar privilegiado que el destino le cedió y Tàpies retuvo para si.
Francés, Tàpies y Millares, una sociedad de la nieve en la que, como suele ser habitual entre los artistas, no había fraternidad ninguna. Solo hubo final feliz para el que ocupa el centro. El único lugar donde se sobrevive cuando el imperio de la helada cae sobre el mundo.