Sir John Franklin, comandante de la expedición inglesa a la descubierta del Paso del Noroeste, 1845. |
Francis Rawden Moira Crozier, capitán de navío al mando del Terror, segundo oficial. |
James Fitzjames, capitán de navío al mando del Erebus, tercer oficial. |
Última expedición de Franklin. Resuelto en 1840 el problema de que por el norte del continente americano podía pasarse del Atlántico al Pacífico, si bien se ignoraba aún con exactitud cuál era el camino practicable entre el laberinto de las tierras polares, se confió a Franklin para que con los buques Ereboy Terror llevase a cabo la delicada empresa.
Enciclopedia Espasa
Que para llegar al mar haya que subir no tiene nada de incongruente. Aunque siempre se desciende para llegar a la costa, ascender hasta el mar no solo es coherente sino también la mar de sencillo: basta con rememorar el espejeo de sus aguas quietas o el estruendo de la galerna. Y es que recordar, según José-Miguel Ullán, es subir una cuesta. La única manera de subir hasta el mar sería esa: recordando cuesta arriba. El mar que se extiende tras el breve repecho de este párrafo de invocación del recuerdo no es «el mismo mar de todos los veranos», sino otro remoto y raro, de un blanco espectral y de frías aguas de piedra. El Océano Polar Ártico.
En 2013, el redondeo del tiempo en décadas exactas pondrá su broche solemne sobre dos asuntos que nos conciernen. Se cumplirá el ciento setenta aniversario de la llegada de Sir John Franklin a Londres con objeto de preparar minuciosamente y asumir el mando de su mítica y última expedición. Y también hará diez años ya de la aparición de Erebo & Terror, sexto número de la colección Libros De La Micronesia y humilde contribución de esta modesta casa editora a la difusión de aquel viaje, de la literatura ártica en general y, muy especialmente, del descubrimiento del legendario Paso del Noroeste.
Diez años atrás, Libros De La Micronesia era —y sigue en sus trece— una colección cuyas entregas no estaban sujetas a periodicidad ninguna, y cuyos intereses, temas y preferencias no eran otros que los míos personales. Era pues del todo coherente con ese talante que tras la aparición simultánea de los ligeros, líricos y relativamente baratos cuarto y quinto número de la colección en marzo de 2000, diera un bandazo en sentido opuesto y estuviese tres largos años enfrascado en una publicación de tesis, densa, extensa, minoritaria y algo excesiva para la envergadura financiera de De La Pulcra Ceniza.
De ser cierta la hipótesis de Mallarmé, el mundo existe para acabar en un libro y el destino último de todo átomo es inspirar una frase. Sea o no la desmesura del cosmos reductible a un fascículo de mano, lo que sí parece evidente es precisamente lo contrario: que el texto genera universos, y que un libro germina, en ocasiones, no a partir del mundo sino de otro libro previo. El motor primordial de Erebo & Terror fue Atrapados en el hielo, álbum ilustrado dirigido al público juvenil que la editorial Plaza & Janés lanzó en la colección Misterios del Pasado a mediados de los ochenta o por ahí. El volumen, que repasa muy por encima la última expedición de Franklin, las pesquisas llevadas a cabo por Beatie (por entonces muy recientes) y su célebre y espectacular exhumación en la isla Beechey, me cautivó de inmediato.
Mi conversión a la fe ártica fue instantánea, y mi devoción por su teología de nevasca, su severa liturgia y sus mártires de noche blanca fue de menos a más hasta que, hacia finales ya de los noventa y tras algo más de una década interesado en el asunto, se me hizo evidente que Libros De La Micronesia podría acoger perfectamente una publicación monográfica sobre la última expedición de John Franklin, capítulo particularmente sugestivo y patético de entre los muchos que jalonan la conquista del Océano Polar Ártico .
El Ártico da para mucho, no se agota así como así. El catálogo de naves y la minuta de oficiales, tripulaciones, estrategias y técnicas que se han medido con esa latitud poderosa y difícil es abrumador. Si bien es cierto que Ross, Parry, Davis o Hudson no le van a la zaga a John Franklin en cuanto a peso específico en el drama ártico —de la misma manera que las legendarias naves Hecla, Gripper, Fury y Discovery están a la altura de las Erebusy Terror—, es indudable que su figura ocupa un lugar de privilegio en el panorama de la épica ártica.
Sin menoscabo de la importancia de otras, el rastreo y descubrimiento del Paso del Noroeste es sin lugar a dudas la hazaña capital de la empresa ártica. Ya desde la Edad Media Inglaterra buscó una vía marítima practicable por encima del continente americano, empeño que se convirtió en fijación obsesiva para la Royal Navy especialmente durante el siglo XIX.
Se ha dicho que el interés de Inglaterra en dar con el paso era estrictamente comercial; que una vía rápida a través del Ártico acortaría notablemente la duración del viaje, abarataría el coste de los fletes y haría más fluido el comercio con el extremo Oriente. Y si bien el trasfondo del empeño pudo alguna vez ser ése no parece que fuese realmente argumento sostenible, pues ya desde las primeras expediciones quedó claro que, en caso de existir, el Paso del Noroeste sería prácticamente intransitable la mayor parte del año, circunstancia que lo convertía en vía muerta para el comercio.
Sin desdeñar el interés estratégico de la zona y los inevitables apremios que la vida material impone a toda aventura ―búsqueda de oro, metales, materias primas y demás―, lo cierto es que el pistón noble del motor de la gesta ártica fue el puro afán de comerle terreno a la Terra Incognita, ir completando el rompecabezas ártico, descubrir cómo es de verdad la piel del mundo, cartografiar y, de paso, ensanchar los límites del Imperio Británico.
En 1843, un acomodado y prematuramente envejecido Sir John Franklin —reliquia viva que había luchado en Trafalgar y rastreado el paso en dos legendarios viajes a pie por la costa canadiense— fue relevado de su cargo de gobernador de Tasmania para hacerse cargo de la expedición que daría la puntilla definitiva al Paso del Noroeste, prácticamente cartografiado a excepción de un tramo extenso pero acotado y relativamente previsible.
Tras dos años de preparativos, la expedición mejor equipada de cuantas se habían dirigido al Ártico, la más experimentada y con expectativas razonables de cubrir al completo el recorrido del Paso del Noroeste, se hizo a la mar. Erebo & Terror describe así la partida de las naves:
La posteridad es sintética; movida por ese afán llega a omitir nombres y circunstancias. Como si no tolerase más comparecencia que la de los nombres principales, el resto es desatendido sin misericordia. Unánimemente, la literatura que menciona la partida de las naves utiliza sin alternativa una frase que adolece de pretensiones de posteridad y quiere transmitir resolución, autonomía y grandiosidad: “La Erebus y la Terror zarparon orgullosamente de Inglaterra el 19 de mayo de 1845”. El aserto es rigurosamente cierto. A media mañana, los vapores que remolcaron las naves salieron del último recodo del Támesis y las dejaron en mar abierto. Lo que la frase quiere ocultar es toda referencia a la desvalida estampa de dos poderosas naves postradas en el Támesis raquítico. En una empresa de esa envergadura no tienen cabida palabras de alusión a la Erebus y la Terror como entes dependientes. No obstante sus nombres míticos y el carácter histórico de la empresa a que se encomendaban, lo cierto es que el inicio de su viaje fue común: bajaron por el Támesis tiradas por los mismos remolcadores que arrastraban las grandes gabarras atestadas de ganado y las barcazas cargadas de áridos.
El lunes 19 de mayo de 1845 las naves de Su Majestad Erebus y Terror dejaron las atarazanas del muelle de Greenhithe. Para bajar por el Támesis la Erebus fue remolcada por el Rattler, un pequeño vapor de rueda; y la Terror por otro aún más pequeño, el Blazer. Los remolcadores las dejaron en la boca del río y durante un rato se mecieron en el agua mixta. La navegación propiamente dicha comenzó al dejar atrás el malecón de la isla de Rona. El mar veraz comienza ahí.
Mencionar las etapas iniciales del viaje es nombrar un fetiche o un hito: es invocar. Han sido y serán referidas con la reiteración morbosa con que se rememoran hechos banales que han precedido al horror. No obstante la asidua remembranza de que es objeto, la consabida secuencia ni harta ni se devalúa en simple cadena de anécdotas; la solemnidad que le otorga el ser una confiada secuencia de actos penúltimos lo evita. El número de escalas fue breve y progresivamente frío: islas Orkney, islas Whalefish, estrecho de Lancaster. De no ser porque contactaron con la expedición, el nombre de algunos barcos sería inencontrable fuera del registro del muelle de desguace: la nave de suministros Barretto Junior, que los proveyó de carne fresca y carbón, y que el 12 de julio de 1845 dejó a la expedición en las islas Whalefish para regresar a Inglaterra con la correspondencia y cuatro o cinco marineros que no continuarían; las balleneras Prince of Wales y Enterprise, que contactaron con la expedición el 26 de julio de 1845 a la entrada del estrecho de Lancaster, y cuyas tripulaciones privilegiadas tuvieron en sus pupilas el fotograma que a ojos del mundo ponía punto final a la mayor expedición ártica: la Erebus y la Terror internándose en la entrada del paso del Noroeste.
Nadie les volvió a ver con vida. Lo que resta ha sido recuperado del celoso dominio de la muerte blanca.
Erebo & Terror, Libros De La Micronesia, nº 6. De La Pulcra Ceniza, Barcelona, 2003.
Cuadro de oficiales y cuerpo médico del Erebus y el Terror, 1845. National Maritime Museum, Greenwich. |
«El Erebus y el Terror,» acuarela de Albert Operti. |
«El Consejo Ártico preparando la búsqueda de Sir John Franklin», Stephen Pearce, National Portrait Gallery, Londres. |
Erebo & Terror, vista parcial de la publicación. |
Erebo & Terror, Libros De La Micronesia, nº 6. De La Pulcra Ceniza, Barcelona, 2003.
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