Que el envejecimiento y la pérdida de las ilusiones y las banderas no solo afecta a individuos y generaciones sino también a las ciudades que los acogen y los ven surgir y eclipsarse. A esa conclusión llegué hace unos días viendo la excelente y entrañable muestra que la Fundació Vila Casas dedica en Can Framis a la obra de Albert Ràfols-Casamada.
Yo diría que tras la desaparición de Hernández Pijuan en 2005, de Ràfols-Casamada en 2009 y de Tàpies en 2012 Barcelona es una ciudad que, justo es reconocerlo, se ha quedado sin ilusiones ni banderas y se halla en una situación de pérdida irreparable en lo que respecta a la pintura. Pintores no faltan —puede que incluso haya de sobra, como siempre—, pero hoy por hoy no parece probable que vuelvan a coincidir a medio plazo en la ciudad tres figuras de semejante valía. Y yo diría que por dos motivos. Primero: porque al igual que nos ocurre a las personas, también la ciudad ha de pasar necesariamente por el trance de guardar luto por esa cadena de pérdidas —pictóricas en este caso— para resurgir posteriormente; proceso que requiere tiempo y no se puede resolver en un pispás. Y segundo: porque es harto evidente que la pintura no solo no cuenta con el beneplácito sino que incluso podría decirse que ha caído en desgracia a ojos de los comisarios de nuevo cuño, los artistas en boga y “tutti quanti” de la escena más joven y exitosa.
A buen seguro se me objetará que siguen en activo García Sevilla, Frederic Amat, Alfons Borrell, Xavier Grau y Viladecans entre otros, y que ese plantel, que no se puede soslayar a la ligera, demuestra que en Barcelona aún se hace pintura de mérito. Aunque cierto, para mí es evidente que el estado de plenitud y felicidad pictórica que se vivía en Barcelona cuando la galería Joan Prats mostraba en una misma temporada obra reciente de Tàpies, Ràfols y Pijuan es irrepetible a día de hoy.
Ráfols fue un pintor que llegó a la abstracción por eliminación, decantación y destilado personal de la figuración tradicional. En ese sentido, y aunque es evidente el ascendente que tuvo sobre él la escena foránea, es un pintor hecho a sí mismo que a base de mucha perseverancia dio con un estilo fresco, lírico, hermoso y muy personal. Es una de las cimas de la abstracción lírica de por aquí; escuela a la que, certera y algo maliciosamente, Luis Racionero denomina “informalismo comercial”.
Ràfols tenía fama de colorista muy dotado, de saber como pocos cuándo dejar el cuadro, cómo titularlo y de qué manera y con qué talante ejercer y combinar los delicadísimos escrúpulos, antojos y renuncias inherentes al acto de pintar. Por si hiciera falta recordarlo, esta exposición demuestra que poseía esas prendas y aún otras.
Yo diría que el Ràfols más veraz, y que de tan intensamente lírico roza en repetidas ocasiones la dimensión orgiástica de lo sublime, es el de los cuadros de formato medio derivados de una poderosa evocación cuyo origen aún pude rastrearse en el título de la obra. “Puerto nocturno”, “Noche transparente”, “Laguna veneciana” y “Nocturno de Brooklyn” tienen el ascendente que he mencionado y sin duda son de lo mejor de una exposición para ver y paladear con detenimiento.
Uno de los aciertos de Ràfols es haber hecho suyo y defendido contra viento y marea uno de los principios básicos del ideario de Matisse: que la pintura sea un calmante intelectual, un solaz en medio del tráfago del mundo. En esa clave entré en Can Framis a ver la exposición: como el que se arrellana en el sofá al final de la jornada, deja que suene Satie y abre una cerveza.
Cuando ya me iba, vi una muchacha con short amarillo que accedía a la sala y de súbito me acordé de una línea del Dietari donde Ràfols habla de ese color como “l’inaccessible groc”. El inaccesible amarillo.