Al parecer, William Burroughs senior solía decir que el pasado es ficción (past is fiction). Lo decía bastante a menudo mientras disparaba con escopeta de postas a la efigie de Shakespeare convertido en diana. Sin llegar tan lejos, su paisana y también escritora Mary McCarthy reconoció que le hubiese gustado que su pasado, sórdido y real, fuese ficción. Cuando hizo esa afirmación había gastado también bastante munición. Iba ya por su cuarto marido.
Al margen de estas consideraciones biográficas y del acuciante dilema de si es o no ficción, quizá la cualidad más creativa del pasado sea su tendencia a regresar. Como la burra al trigo, al pasado le gusta volver y abrevar en el pesebre del aquí y ahora. Cualquiera que sea su naturaleza y estatuto, el pasado se pirra por reaparecer y dejarse caer por el presente. Y más vale que no falte a su compromiso porque sin ese regreso careceríamos no ya de literatura, que es cosa minoritaria, peregrina y adusta, sino también de traumas, chismes, entretenimiento, chascarrillos de peluquería y seísmos de alcoba. Hasta la bendita frivolidad se nos resentiría. Y eso sí que no.
A lo que parece, el pasado no hace distingos, vuelve para todos por igual. El fenómeno es ordinario y de alcance tan ecuménico y generalista que cabría tacharlo hasta de vulgar. Me acaba de ocurrir a mí, sin ir más lejos. Lo que vendría a confirmar que es, efectivamente, de una vulgaridad extrema. De hecho, me he puesto a redactar con el propósito de traer a este humilde blog la crónica de unos acontecimientos que ocurrieron hace ahora treinta años y que, no sin cierto recelo, pensaba que seguían siendo desconocidos fuera del reducido ámbito de quienes en su día participamos en ellos. Un encuentro casual hace apenas unos días me descubrió que el pacto de silencio se había quebrado. Y de seguido y sin tiempo para reponerme, me espetó a la cara otra certeza de peor pronóstico si cabe: que el pacto siempre estuvo roto.
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Pero vayamos a los hechos. Hace apenas unas semanas, salía una tarde del MNAC de ver la exposición La mà guiada, me disponía a emprender de bajada la escalinata que acaba en la fuente luminosa, cuando me alcanzó un conocido que salía de la misma exposición y se disponía también a bajar a pie. A Sergi (diría que se apellida Saurí, pero no estoy seguro) lo conocí cuando el Raval, y muy especialmente la calle Riereta, era un vivero de artistas. Allí coincidimos y nos tratamos, aunque muy superficialmente, entre mediados de los ochenta y el final del siglo pasado. Él fue de los primeros que se llevó la diáspora que en pocos años vaciaría de artistas el Raval.
Hablamos muy de pasada de la exposición que acabábamos de ver (apenas los primeros treinta escalones), y enseguida la conversación se encauzó sola hacia el monotema que suele acaparar este tipo de encuentros, que pasa por la revisión del censo de artistas ravaleros de la época, con mención sumarísima de lo que han hecho desde entonces, si se supiere, y en qué están ahora, si es que están. Eso nos ocupó hasta llegar a los aledaños de la estación de metro Plaza de España.
Sergi (Saurí, Seguí… algo así) se sorprendió de que, salvo que había residido por tiempo indeterminado en Verona, no pudiera darle más razón de las andanzas de Carlos Tejedor en los últimos diez o doce años, “…amb l’amistat tan estreta que vau tenir”. Tras dar buena cuenta del censo al completo de artistas ravaleros, nos despedíamos en la boca del metro, cuando oí a Sergi retomar el nombre de Carlos Tejedor: “…amb en Carles vas tenir força química. Vau arribar a col.laborar plegats a l’afer Company, oi?” Sin negar ni asentir, iba a preguntarle quién le había hablado del asunto, pero él mismo adelantó la respuesta antes de que le formulara la pregunta: “..m´ho va dir ell mateix fa la tira d`anys. Jo encara era al Raval”. Y sin mas comentario, dijo adéu y echó a correr hacia un autobús que en ese momento llegaba a la parada.
Así se las gasta a veces la vida: arrojándonos sus chismes a bocajarro como una Charo de entresuelo. Uno se reserva una tarde de holganza, acude confiado a solazarse con los dibujos de Josefa Tolrà sin sospechar que el regalo del día nada tendrá que ver con el deleite, que su dádiva de ruido caería del cielo a última hora como una bendita epifanía. Sergi Loquesea está informado y en lo cierto. Efectivamente, Carlos Tejedor y yo trabajamos juntos en ese asunto. Él fue quien puso nombre al entrañable capítulo que regresa del pasado. El afer Company.
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El arte del futuro será clandestino. Ese vaticinio de Duchamp nos atraía mucho en nuestra época ravalera, pero que mucho. Tanto nos gustaba, que abordamos el afer Company con la intención temeraria de superar al mismísimo Duchamp, que si bien es cierto trabajó en secreto sus últimas obras, se desentendió de la clausula de clandestinidad y las llevó directamente al museo apenas acabadas. El Duchamp expuesto ha tenido una enorme influencia posterior, pero no es arte del futuro, cuyo requisito es ser clandestino y por tanto refractario a figurar o ser exhibido. El arte del porvenir ha de permanecer oculto y, a ser posible, ser desconocido por completo. El afer Company fue un proyecto concienzudamente realizado a lo largo de unos cuantos años bajo la divisa duchampiana de permanecer clandestinos para ser del futuro.
La revelación de Sergi es una evidencia de que el afer Company perdió muy pronto su estatuto de obra oculta. No es un secreto ―no lo ha sido nunca, a lo que parece―, pero me da que tampoco es un secreto a voces. Si la filtración hubiese tenido difusión, me habría llegado el cante. Uno cultiva con esmero cierta misantropía sin excesos, y aunque pueda parecerlo, no es inasequible. Si coincido con algún artista de la aquella escena ravalera no lo rehuyo, todo lo contrario, me sumerjo con gusto en el toma y daca de viejas y nuevas batallitas aderezadas con los chismorreos de rigor acerca de qué ha sido de fulanito, de si menganito trabaja con tal galería o de que zutanito, que va profusamente tatuado, acaba de inaugurar estudio picadero en un altillo del carrer del Call.
He de reconocer que este tipo de encuentros ha menudeado a la baja hasta ser bastante escasos. No obstante, he ido coincidiendo por ahí con colegas de aquella vieja grey sin que jamás me haya llegado filtración, insinuación o comentario ninguno referido al afer Company. Es más, cuando a comienzos de 2018 hice una exposición de libros trucados y bibliofilia pop en la sala de la librería Malpaso, algunos colegas ravaleros tuvieron la deferencia de asistir a la inauguración. Días después vinieron a mi taller, que aún no conocían, y departimos toda la tarde entre vinos y porciones de pizza. Como era de prever, revivimos infinidad de peripecias de cuando todos éramos ravaleros y teníamos treinta y tantos años menos; incluso saltó a la palestra alguna primicia de segunda mano que no era conocida por todos. Ese contubernio era la ocasión ideal; venía que ni pintado. Ni hecho adrede para que alguien mencionara el afer Company. Esa sí hubiese sido una verdadera primicia. Una bomba. Pero nadie hizo alusión ninguna. Y eso que, además de Carlos Tejedor, salió también a colación el nombre de Laia Porcar, a quien volveré a mencionar más adelante.
A tenor de lo anterior, y aunque es evidente que el arcano del asunto ha volado, me da que no es ningún secreto a voces ni comidilla de la que en la aldea del arte se esté al cabo de la calle. Me fío de mi intuición. ¿Por qué airearlo entonces?
Tirar de la manta y descubrir un capítulo esquinado y apenas conocido sólo está justificado si es para salir al paso de las hipotéticas versiones, deformaciones espurias y bulos al respecto, si los hubiere. Tres décadas con el chisme suelto por ahí es tiempo suficiente para que, por poco que haya corrido, se haya tergiversado hasta el punto de ser ya irreconocible. Es mucho suponer, cierto. Pero ante esa posibilidad no queda otra que salir al paso, obrar en consecuencia y dar cuenta cabal de lo que fue el afer Company.
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Es fama (es un decir) que a comienzos de la década del setenta Antoni Tàpies mantuvo una sostenida refriega en las páginas de La Vanguardia con los artistas conceptuales catalanes del momento. En aquel fuego cruzado de artículos, los jóvenes se le subían a las barbas al maestro de la pintura matérica y le reprochaban que continuase enrocado en su taller realizando obra mensurable —y muy vendible— cuando ya la pintura y todo el arte de soporte, tradicional o no, había sido superado y deglutido por el movimiento conceptual, cuyo postulado básico otorga a la idea todas las credenciales del hecho artístico, quedando la obra reducida a documento, farfolla prescindible o mero estorbo. Por su parte, el gran Tàpies se dolía, en primer lugar, de que aquellos jóvenes fueran tan poco leídos, después les reprochaba a su vez el no ser otra cosa que un modismo importado de California y les recordaba que ya Leonardo, todo y siendo uno de los primeros en admitir que «la pittura è cosa mentale…», había transigido en pintar. Por último, les hacía el peor de sus reproches: que salvo excepciones, todas foráneas, la mayoría de ellos no fuese capaz de dar el paso decisivo, dejarse de simulacros, ser verdaderamente radical y no hacer nada, ni siquiera generar ideas. A este respecto, y como ejemplo, les sugería emular a pies juntillas al conceptual alemán cuya contribución a la demolición del arte tradicional consistió en pagar un mes de vacaciones a su galerista, pedirle que apagara todas las luces y dejara colgado un cartelito en el que se podía leer desde la calle «Durante los días de exposición, la galería permanecerá cerrada». El caso es verídico, no un chiste de artistas.
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Veinte años después de esos tiros de fogueo entre ilustrados, ya en la década de los noventa del pasado siglo, al arte conceptual le había dado tiempo a desaparecer para reinventarse y volver a la palestra por sus fueros. Fue precisamente en esos años cruciales cuando una serie de tránsfugas procedentes de disciplinas diversas se apuntaron al incipiente revival de un conceptual operado, con implantes y lo suficientemente laxo en su programa como para atraer a gentes de diverso pelaje ávidas de notoriedad. El nuevo movimiento quiso echar mano de los arrestos contestatarios que una vez tuvo, pero el mundo era ya muy diferente, y si en su día habían sido tibios en la aplicación de sus propios postulados, lo que vino a ocurrir con el neo conceptual fue de auténtico bochorno: artistas supuestamente radicales que ponían una pica en el Flandes del Olimpo mediático; supuestos creadores que decían atacar desde dentro al sistema del arte y acababan convertidos en vedettes, etc.
A todas estas, nosotros, Laia Porcar, Carlos Tejedor y yo, Juan Miguel Muñoz, el discreto comando que posteriormente activaría el operativo del afer Company, pertenecíamos a la caterva de artistas que llevaban años instalados, muchos de ellos sin pena ni gloria, en los espaciosos y asequibles talleres del barrio del Raval de Barcelona. Laia y Carlos en los bajos del número 29 de la calle de San Rafael, y yo a pocos metros, en el 1º 1ª del número 10 de la calle de la Riereta. Éramos, como digo, unos de tantos. Habíamos hecho y haríamos exposiciones, alguna de ellas muy notable y, como suele decirse, avalada por el aplauso unánime de la crítica; habíamos recibido becas, alguno de nosotros incluso varias, pero al cabo de años de fervor empezaba a quedar claro que la escena barcelonesa estaba sobresaturada, que éramos muchos para tan poca tarta y que lo peor aún estaba por llegar.
La verdad es que a nosotros tres las vicisitudes del conceptual, los nuevos comportamientos artísticos, la avalancha de videoartistas y las carreras desaforadas en pos de la notoriedad nos la traían y nos la traen al pairo. Lo nuestro era apostar conscientemente por el caballo perdedor. Vindicábamos que el artista sea también un artesano, que practique una labor humilde y alcance con el tiempo una suerte de esclarecimiento técnico y moral, que se dé a esos asuntos plenamente consciente de que «el arte lo hacen los solitarios para los solitarios», según sentencia del memorable Cyril Connolly. Y así nos fue.
Pero no adelantemos acontecimientos. Estamos en los primeros años de la década del noventa. Laia, Carlos y yo somos vecinos, y aparte de recelar de todo lo que se agita a nuestro alrededor, tenemos mucho en común. Nos gustan las primeras vanguardias, la literatura, y, si bien como asunto puramente especulativo, también nos atrae el arte conceptual de pura cepa y de planteamientos próximos al nihilismo estético. Tan de pura cepa, que postula que de obra nada, ni verla, en todo caso ideas o rudimentos de ideas dejadas en barbecho y echadas a perder en esa tierra de nadie que separa la plástica de la literatura, único albergue de la idea fuera de la música, verdadero santuario del concepto sin más. Nosotros éramos artistas supeditados al oficio y la práctica. Y quienes afianzan su obra en la negación de tal obra y demás artistas de ese o parecido pelaje sólo nos interesaban de manera tangencial, en tono menor y exclusivamente como especulación de sobremesa con copita de ojén y cigarro de hoja. Y así venía ocurriendo, hasta que todo se aceleró y entró en otra dinámica.
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Las madejas de nuestros destinos y el de la escritora de cuyo apellido tomaría nombre el asunto que vuelve del pasado (el afer Company) aún tardarían unos meses en cruzarse, pero en la primavera de 1993 el futuro se dejó caer por el Raval, y las cosas pasaron a mayores. No sabría decir exactamente en qué momento, pero fue hacia esa época cuando dieron signos de vida y muy sibilinamente se manifestaron los primeros indicios del que sería nuestro respectivo futuro en los ámbitos del arte y de la vida. Laia y Carlos se abocaron a una espiral de interrogaciones vitales que en pocos años derivó en marasmo y posterior hibernación de toda actividad creativa. Yo había comenzado el año anterior a trabajar en Helada, que expondría en la galería Gloria de Prada en junio de 1994. Aún haría hasta dos exposiciones más, El mendigo deslumbrado en la Fundación Pablo Serrano de Zaragoza, en 1995 y La pelliza de hiedra en el Pati Llimona, en 1996. Después vine a cesar oficialmente como escultor en fecha indeterminada y devine en humilde, marginalísimo y curioso editor con un pie puesto todavía en la escultura. No haría ninguna aparición pública hasta la primavera de 2008, bastantes años después de todo lo que comentamos.
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Aquí me voy a permitir un excurso. La reaparición pública que acabo de mencionar tuvo lugar en la Sala de Cultura de Vilanova del Vallés, donde expuse los siete números que por entonces contaba la colección Libros de la Micronesia y una selección de libros de piedra de la colección Bilioteca Fósil, línea de trabajo inédita que allí mostré por primera vez. Si tenemos presente que había hecho mi primera exposición individual en la Sala Montcada de la Fundació La Caixa en 1987 ―a la sazón escaparate principal del arte del momento en Barcelona y disparadero de artistas hacia el estrellato―, y seguimos teniendo presente que dos décadas después de aquel bautismo prometedor, y tras doce años de apartamiento, no trabajaba con ninguna galería y estaba exponiendo en una remota sala del circuito de provincias, se dibuja con claridad el arco descendente que mi trayectoria como artista presentaba entonces.
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Lo habíamos dejado en 1993. En ese año nos embarcamos por primera vez los tres en un trabajo de conjunto muy alejado de nuestras respectivas poéticas y métodos. Y digo «nos embarcamos» a la manera en que Ismael menciona el hecho en el párrafo de arranque de Moby Dick: «Esos viajes son para mí el sucedáneo de la pistola y la bala. Entre aspavientos, Catón se arroja sobre su espada; yo, sencillamente, me embarco». La cosa iba en serio. El punto de partida era el tan traído y llevado asunto de la credibilidad del movimiento neo conceptual, que para nosotros era nula. Y fue entonces cuando tuvimos la fatal ocurrencia de dar un paso más allá y burlarnos, hacer befa de esa tendencia denostada poniéndonos a operar en su propio ámbito. Echándole morro y con un par.
Dimos en fantasear qué podría ocurrir si, pongamos por caso, nos coláramos de soslayo en una poética cuyas tibiezas metódicas invitan a cuestionar el arte, pero cuyo postulado último, destilado hace más de dos mil años por el taoísmo, se reduce a la seca ascesis de no hacer, wu wei. La cosa no es tan simple. Bástenos recordar a Bartleby como ejemplo de que la aspiración a no hacer puede ser también empeño arduo y plagado de adversidades. No obstante, siempre podríamos ser algo más audaces. Quizá el secreto estaba en hacer no haciendo. Pero cómo se hace eso.
La respuesta nos la dio la iluminada Laia durante un paseo descalzos por la arena de la Barceloneta: que la obra la haga otro. En un principio no supimos ver el alcance de la sentencia. Obra por encargo, copistas, meros transcriptores, ejecutores, calcógrafos, «negros». Eso estaba ya explotado. Todo quedó claro cuando expandió y ajustó la expresión: que la obra la haga otro sin saberlo; que la pinte, esculpa o escriba otro, al que previamente habremos inducido. ¡Ah, coño, acabáramos!
Que la obra la haga otro. Esa instantánea, verbal y desvaída, es cuanto queda de aquel día fecundo.
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Colarnos de soslayo en la basílica impoluta del Arte Conceptual, hacer de las nuestras con sus hostias benditas y sus sagrados óleos, bebernos su vino de misa, mearnos en el hábito del monaguillo e irnos de allí a pleno día. Ese era el programa. Si los de Art & Language y el Grup de Treball hubiesen levantado la cabeza habrían tocado arrebato al saber que tres panolis, que militan sin mayor fortuna en el abominable arte tradicional, acaban de hacer suyos con un desparpajo inadmisible los dogmas de la escuela conceptual y se disponen a su aplicación fraudulenta de inmediato. Y no sólo eso sino que, si se salen con la suya, no habrá más remedio que transigir, reconocer la obra como válida y admitirlos a regañadientes en el gremio.
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Que la obra la haga otro sin saberlo. Ese era el enunciado al que remitirnos y por donde empezar. El reto era procurar que se ejecutara a terceros. Que alguien previamente inducido pintara, escribiera, esculpiese o lo que fuere, pero ejecutando nuestro asunto en el suyo. Que alumbrase una obra en la que debería notarse nuestra mano, nuestro asunto. La teoría parecía ingeniosa; nos convenció de inmediato. La obra la ejecuta otro, él es quien lucha a porfía con la materia y el lenguaje, con las perras palabras o la pintura asesina. Con lo que fuere. Y nosotros sin despeinamos siquiera, lejos de esas vicisitudes groseras, volcados en nuestra obra oficial y fingiendo entretanto que solo damos para pergeñar obritas, cositas desfasadas. Fiambre estético que nace muerto.
(Continúa en la siguiente entrada)