En el prólogo de su Ensayo sobre Cioran, Fernando Savater recuerda que cuando tenía dieciocho años lo único reseñable sobre su persona, principalmente y por encima de cualquier otra consideración, era ser suscriptor de Le Monde. En el caso hipotético de que hubiese algo que reseñar de mí cuando tenía dieciocho años —lo dudo—, es que fui un impenitente espectador de cine de arte y ensayo, género que con otra denominación, venido a menos y acorralado por el asedio del cine comercial subsiste todavía en la cartelera Barcelonesa. Por aquella época, yo peregrinaba asiduamente hacia el cine Ars, el Capsa, el Alexis, el Publi, el Aquitania, el Casablanca, el Spring, el Central, los Arkadin o cualquier otra sala —me dejo alguna— donde, amén de la Filmoteca, se proyectaba ese género de cine.
Entre los carteles de películas que hacia 1978 o 79 decoraban el vestíbulo del cine Ars, sala ya desaparecida ubicada en la calle Atenas, un buen día pareció el de Pirosmani, película que yo desconocía y que, como supe al poco, iba de un pintor al que también desconocía olímpicamente. A la que el cartel llevaba su buen par meses allí colgado me hice a la idea de que, al igual que los otros, su función era puramente ornamental y nada tenía que ver con la programación de la sala. Pero no: aunque tardó lo suyo, el Ars acabó proyectando Pirosmani.
Entre que a esa edad se es bastante impresionable y que la película es deslumbrante de cabo a rabo, dejé la sala con la certeza de haber visto una de las películas de mi vida. Aunque han girado los años y soy un espectador no tan impresionable y algo más cauto, lo cierto es que Pirosmani, que he revisado estos días en YouTube, todavía me parece una gema de poderosa belleza, un poema filmado de muchos quilates que suma como película y también como prodigioso e inestimable documento acerca de las circunstancias vitales de Niko Pirosmanashvili, artista pintor que ha pasado a la historia más o menos trágica de la pintura como Pirosmani a secas.
También Maudie, la reciente película que recrea la vida de la pintora Maud Lewis, llega con intención de sumar y es desde ya mismo un documento valioso para la difusión de esa figura de la escuela ingenua que, como Pirosmani, también ha pasado a la historia con su tragedia personal acuestas. No obstante el parentesco entre ambas películas, en mi opinión Maudie flaquea lo suyo y no tiene ni de lejos ninguna de las prendas de gran arte de que hace gala Pirosmani. Se ha de recalcar lo bastante, eso sí, el trabajo de Sally Hawkins, la actriz que da vida a Maud; pero ese notable no basta para elevar mucho más allá de la media la nota de una película correcta, entretenida y convencional.
Aunque he empezado dando un rodeo —creo que justificado— por el cine, lo que quiero comentar son dos pinturas. Un par de retratos de antílopes en los que Maud Lewis y Niko Pirosmani dan cumplida fe de sus maneras disímiles de ver el mundo y darle al pincel. Ambos fueron pintores autodidactas, apartados y pobres a los que la historia oficial del arte adscribe, pese a sus diferencias evidentes, a una misma gran escuela: la de los pintores ingenuos. Como decía más atrás, también los dos tienen su respectiva reseña en la otra historia del arte, la oficiosa que no clasifica por estilos ni escuelas sino por otro tipo de baremo algo más morboso, como por ejemplo la intensidad de su tragedia personal o el grado de sufrimiento moral y penuria material que ha padecido el artista. En el índice de esa monumental historia morbosa de las artes hay otros muchos, algunos incluso más desgraciados que Maudie y Pirosmani, que ya es decir. Ellos dos tienen al menos su película, que no es poco. Otros, ni eso.
Con el aislamiento y la pobreza, circunstancias que la emparentan con Pirosmani, Maud tuvo que acarrear también con la maldición física de la artritis degenerativa, una dolencia tenaz que le fue trabajando las articulaciones a lo largo de toda su vida hasta dejarla convertida, como se ve en las fotografías que han quedado de ella, en un muñeco de guiñol apaleado y contrahecho pero, no obstante, iluminado con el trazo de una enorme sonrisa que cruza como un desafío su carita desfigurada de títere perdedor que siempre recibe de lo lindo.
La vida le dio una buena tunda, de eso no hay duda, pero en su pintura no hay ni rastro de ese varapalo. Malvivió del precario mercadeo de estampas y cuadros que produjo en grandes cantidades y vendió a precio ridículo. Era una comerciante neta que pintaba para ir tirando y que no tuvo mayores veleidades artísticas más allá de la genuina perspicacia del pintor comercial para detectar los gustos de la clientela y satisfacerlos, manera de entender y practicar la pintura tan válida como cualquier otra. Por supuesto que Maud tuvo una manera particular de pintar, motivos predilectos, entonación personal y todo ese arsenal de características cruzadas que confieren identidad a un artista. Pero cuando no se es un pintor que, por decirlo con Picasso, “vende lo que pinta”, sino que “pinta lo que vende”, como probablemente le ocurrió a Maud durante la mayor parte de su vida, es comprensible que se tenga cierta tendencia a atenuar —cuando no a anular por completo— lo específicamente personal en favor de lo que la clientela demanda. No sé hasta qué punto y con qué intensidad la producción de Maud se vio afectada por esa coerción; pero no sería de extrañar que alguien que, como fue su caso, anuncia en su puerta “paintings for sale» y malvive de ese intercambio, esté al quite de qué temáticas, encuadres, coloridos y anécdotas prefiere el publico y que, en consecuencia, se aplique a repetirlos con ligerísimas variantes. Entiendo que esa ingente cantidad de cuadros suyos en los que aparecen parejas de gatos, tiros de bueyes o parejas de ciervos pintados con mínimas variantes son productos realizados bajo esa circunstancia o ya directamente por encargo.
La pintura de Maud que quiero comentar y comparar con otra similar de Pirosmani me ha parecido especial precisamente porque se escapa de los temas al uso y las anécdotas más repetidas del monto de su producción que puede verse en la red; lo que no quita que bien pudiera ser una imagen de la que también podría haber hecho cientos de variantes. Al parecer, Maud fue muy prolífica, y durante buena parte de su trayectoria, que abarca unos cuarenta años de actividad, salía a obra por día; así que quién sabe.
El cuadro capta una imagen de tarde de verano avanzado con ciervo y aguas calmas y terrosas salpicadas de lirios de estanque. En esa pastoral bucólica no corre el aire, nada irisa la superficie de las aguas ni parece moverse salvo el aroma invisible de los lirios que lo impregna todo. Desde el centro de una franja vertical de aguas teñidas de cielo, el ciervo ha dejado de abrevar y mira confiado y sin temor alguno; ni uno solo de sus músculos se tensa. Maud ha pintado el espejo de un estanque al atardecer bajo el bendito influjo del verano sedado y atiborrado de sol. Al árbol caído que se ve en primer término le ocurre como a la propia Maud: ha sido quebrado y humillado por la brutalidad de la naturaleza; y aunque está tocado de muerte, lo acometen los líquenes y ha sido ya tomado por el musgo y los moluscos de agua dulce, aún es capaz de generar un brote nuevo a imitación de la cornamenta del ciervo. La firma de Maud está justo ahí, excavada a navaja en el extremo de ese árbol moribundo que, extenuado por la erupción de su último brote, declina hacia las aguas cubiertas de lirios.
Pirosmani es otro pintor al que la vida dio una buena tunda, pero al contrario que Maud, el drama de su existencia puede rastrearse en cada uno de sus cuadros. Que tenía veleidades, aspiraciones y pose de artista lo demuestra el hecho, nada desdeñable en las circunstancias de pobreza permanente y severa en que vivió, de que nunca se rebajara al gusto del público y prefiriera trabajar en lo que fuera con tal de mantener su independencia de criterio. Se empleó como pastor, temporero, maquinista de trenes, sirviente, encalador, cartelista y tendero de ultramarinos, entre otras ocupaciones profesionales atendidas por temporadas y a salto de mata. No obstante su dedicación parcial a la pintura, la fama de Pirosmani como pintor peculiar trascendió el ámbito de la ciudad de Tiflis, donde era una celebridad esquiva y difícil, y llamó la atención en la remota Moscú, donde llegó a exponer en una muestra colectiva y despertó el interés de algunos iniciados que se volcaron en elogios hacia él en la prensa local. La onda expansiva del caso Pirosmani llegó incluso al mismísimo París, allí fue celebrado y vitoreado por la vanguardia como ejemplo particularmente intenso de artista primitivo.
Para cuando su nombre se dejó sentir por las callejas empinadas de Montmartre después de la Primera guerra mundial y sus cuadros se empezaron a vender, Pirosmani hacía ya algunos años que había muerto de pobreza, malnutrición y abandono. Está enterrado en algún punto inubicable del cementerio de Tiflis del que nadie sabe dar razón. No hubo registro ni ceremonia ninguna porque con los pobres de solemnidad no hay contemplación que valga. Al hoyo y punto; para qué molestarse en más. Por una de esas paradojas chuscas que tiene a veces la vida, Pirosmani, que vivió, pintó y murió en la pobreza, ocupa hoy las dos caras del billete de un Lari, la moneda nacional de la República de Georgia. En una aparece recortada su efigie; en la otra, el corzo que figura en una de sus pinturas más notables.
La pintura de Pirosmani encarna una relación con el mundo melancólica y tensa . Bodas de campesinos, retratos, escenas de taberna, bodegones, animales: todo lo que pinta emana drama y se presenta envarado y agarrotado por la ansiedad. Su complejo estilo vendría a ser una mixtura de lirismo tenebroso, ingenuidad sombría y drama bizantino plasmados, de primera intención y de manera contundente, con el vigor elemental del primitivo que se ha levantado renovado de la siesta y se ha puesto manos a la obra sobre el techo de la cueva. No he visto un solo cuadro suyo que no contenga convicción y pólvora auténticas, o que muestre indicios de ser de fogueo y haber sido pergeñado para contento de la galería.
A diferencia del ciervo de Maud, que no alberga temor ninguno y se deja pintar quieto, confiado y con la cola en reposo, el corzo de Pirosmani huye de algo y se ha detenido un instante para escuchar. Lleva la pelambre tan dolorosamente contraída sobre la musculatura agarrotada, que desde el cuello a la cola el animal es un solo tendón en estado de alerta vigilante. Su oído detecta sílabas entre las esporas del viento, que no agita el rosal pero doblega el esparto enano contra la tierra. Nosotros fuimos cazadores que también tuvimos esa habilidad y la perdimos. No sabemos descifrar la lengua del viento, ya no entendemos sus avisos y tampoco es que sepamos mucho de rosas. Al árbol inclinado del cuadro de Maud lo venció el cierzo, pero el muñón del árbol lisiado que hay detrás del corzo de Pirosmani es obra nuestra, y se nota. No sabemos qué diantre dirá el viento ni qué hacen ahí esas rosas convertidas en pupilas, ni falta que nos hace. Lo que nos pirra el pillaje, la deforestación y la tala. Ni a la muerte blanca que descenderá de los neveros, ni a la muerte por agua al vadear una crecida, ni a la muerte por fuego en la foresta hendida por el rayo; lo que teme el corzo de Pirosmani somos nosotros, la jauría humana: el leñador mercenario, el cepo del furtivo, los niños perversos jugando a boy scouts y los pintores domingueros.
La de Maud Lewis es la sonrisa imperturbable del títere de guiñol al que siempre le llueven los palos. Como ella, de las pedradas y palos que puede llegar a dar la vida también debía de saber lo suyo Pirosmani. Aunque en la única foto suya que se conserva tiene el semblante adusto del muñeco que en el guiñol reparte leña, no hay duda de que en el teatro de la vida fue él quien recibió lo suyo. Lástima que el bigotón le tape los labios: nunca sabremos si el dibujo de la boca se ajusta a lo que dice su mirada o va por libre.
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