Una pequeña alforja de punto hecha por ella es el curioso contenedor de la libreta donde, a lo largo de un espacio de tiempo que desconocemos, Delia Zavala fue redactando las sucesivas entradas de su Diccionario del lugar. Como todo lo que pasaba por su mente, es más que probable que el título fuera sopesado y largamente meditado antes de ser aceptado y escrito a lápiz en la tapa de ese cuaderno de espiral.
Si tiene algún sentido emplear tal término para referirse a un escaso manojo de papeles, cabe decir que «la obra», por sus reducidas dimensiones y su hechura de obrador manuscrito disperso en fragmentos de pequeño formato, no ha pasado del estado de presunción y es mucho arriesgar atribuirle más méritos que el de ser un desangelado borrador anexo a El gorrión lunar.
No obstante lo anterior, conviene ser ponderados al tasar la importancia de lo que aparentemente es obra menor, ya que pese a su escasa envergadura y su estatuto de mero bosquejo, lo cierto es que la escritura de Delia Zavala ha dejado en ese legajo algunas de sus imágenes más personales. Tratándose de ella, de su angosto mundo al que pocos tuvieron acceso y de su sigilosa manera de proceder, nunca sabremos si el motor de la obra es el anhelo difuso de llegar a compilar un mazo de entradas lo suficientemente extenso para respaldar un diccionario personal hecho a medida, o por el contrario ese timbre que despide de dietario garabateado a vuelapluma, de silbido liberado como a deshoras y sin aparente pretensión, es su verdadera melodía y única entonación posible.
Nunca lo sabremos con seguridad, pero leyendo este arranque:
«Niña: habitante permanente del interior y de los sueños que, sin embargo, a veces se hace la dormida en algún bolsillo secreto…»
una corazonada nos dice que el propósito de Delia bien pudo ser el de revolver y mezclar para su propio deleite en el cajón del diccionario y extraer de esa chistera, puesto que no hay otras, las palabras de siempre con nuevos atributos.
Copyright de la ilustración: Herederos de Delia Zavala
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