Es muy probable que Delia Zavala fuera de los que opinan que en el primer movimiento de un texto, en el vigor y el color de su arranque, se halla encapsulado ya todo su duende. La suerte está echada en esa ignición verbal. La gavilla de incienso y el estiércol seco que prenden en ese instante decisivo son los que aportan la temperatura y el aroma que delatan la catadura del texto.
Es a todas luces evidente que conocía la importancia del comienzo, que estaba interesada en modular la efusión de la apertura por lo que ésta tiene, para un escritor, de estrategia que aúna emoción y técnica. Sus dos únicos libros publicados son, de hecho, claros ejemplos de esa manera de proceder.
La cantera blanca, su intenso y pobremente impreso debut, deslumbra desde el comienzo, se abre con una frase hermosa y rotunda que es a la vez una declaración de intensidad vital y estética: «Pasado el terraplén de madreperla y nácar, una pared de luz alza su pecho de doncel espigado…» Cada página de esa brevísima publicación mantiene la pegada del fogonazo inicial. De principio a fin, el brío de sus imágenes es el de esa exhalación.
Edición de tiros largos y acabado exquisito, Nieve cárdena, su segunda y última publicación, arranca también de manera muy potente con una frase traspasada de presagios y de frío: «He vuelto a ver la pisada ungulada del invierno atroz en el viñedo…» La pesadez de esas palabras embarradas de mal fario se deja sentir a todo lo largo de un texto cruento y hermoso que, por debajo de su curiosa heráldica y sus símbolos más o menos disimulados, es una instantánea virada a rojo cárdeno, una foto violentamente coloreada de las circunstancias personales en que se desenvolvía la vida apartada e incolora de una maestra de provincias, la autora.
Es una incógnita intuir cómo habría comenzado Delia El gorrión lunar, obra que ni siquiera sabemos si iba a ser tercera de su producción o tenía previsto seguir ampliándola mientras publicaba otras. El espesor de esa incógnita es considerable ya que el trabajo, de cierta extensión, está inacabado y, a lo que parece, sin una mínima vertebración que pudiera hacernos entrever esbozo alguno de argumento que, partiendo a tientas desde ahí, nos permitiera llegar a localizar con algún atisbo de credibilidad cuál podría ser el hipotético pistoletazo de salida del conjunto.
Buscar entre el abundante material de El gorrión lunar, buena parte de él en estado de esbozo, alguna frase rotunda al estilo de las que abrieron sus libros precedentes es tarea imposible y sobre todo equivocada, ya que las cualidades formales del trabajo y el espacio agobiante que su morosa ejecución ocupó en la vida de la autora, lo convierten en obra singular y de calado bien distinto a todo lo que publicó.
Sin lugar a dudas es la Delia real, la maestra soltera en perpetuo éxodo de una escuela a otra, quien aparece en los dos libros melancólicos y opresivos que logró publicar. En ellos van diluidos la crónica de su día a día y su perfil adusto de muchacha que tiene siempre la cabeza puesta en quién sabe qué graves asuntos.
La Delia que adivinamos entre el material provisional de El gorrión lunar no es la real, sino la que ella hubiese querido ser o acaso ya era en su ciudadela íntima y nadie lo supo: ligera, risueña, de vitalidad contagiosa y en estado de gracia para irradiar magia y dulzura. La voz que habla en ese extenso trabajo, que ocupó transversalmente toda su carrera, pese a ser de registro bien diferente a todo lo que de hecho publicó no es una voz impostada por el oficio (y qué si lo fuera), sino algo auténtico: el canto que una muchacha apocada y depresiva emite desde el centro insípido de su existencia para hacernos saber cómo hubiese querido ser, o acaso ya era y el censor severo de su mente nunca le permitió decírnoslo.
En los fragmentos de El gorrión lunar que Isabel Cobo ha seleccionado para nuestra publicación palpita un maravilloso gentío de cosas insensatas: un gorrión blanco cuyo aleteo nocturno produce la escarcha; tambores sumidos en el sueño; el lecho de un río transparente tapizado de relojes parados; el árbol que no es otra cosa que un niño arborescente y frutal; gente que profesa la aerostática de feria y se desplaza en globo de vendedor de globos.
Porque conocemos la importancia que Delia otorgaba al primer movimiento de sus libros, no nos hemos atrevido a publicar esos fragmentos encuadernados en un orden preciso. Puesto que nunca sabremos si alguno de ellos era el destinado a ocupar ese lugar de preferencia, nuestra versión se ha dispuesto en separatas de manera que El gorrión lunar pueda comenzar indistintamente así:
«Ya ha llegado al sendero largo que transcurre junto al río y está atravesado por tres cruces de caminos…»
O así:
«A los tres años sale temprano de casa cogida de la mano de su madre. Para su sorpresa, la tierra al borde del camino está cubierta por una fina capa de cristal. Es escarcha, le dice la madre. Anoche revoloteó por aquí el gorrión blanco…»
O tal vez así:
«Donde los niños blancos de escarcha, los niños amarillo de sol, los niños anaranjados de fuego y blancogrisáceos de nube, llega una mañana, de pronto, un niño de color vede…»
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