“Todo está dicho ya, pero, como nadie escucha, hay que volverlo a decir”. Aparte de la gracia que tiene y de la evidente mordacidad de que hace gala, el comentario de André Gide viene a dar al traste con el paradigma de la originalidad, a la que rebaja y degrada a mera contingencia, a bagatela poco menos que insustancial derivada de la falta de atención auditiva. De ser cierta la observación de Gide, la originalidad consistiría no en decir algo nuevo sino en repetirlo bien alto. Conviene aclarar, no obstante, que en el atestado panorama del arte actual hablar alto no garantiza en absoluto que a uno lo oigan, y menos aún que lo escuchen.
El artista de hoy está sin duda al caso de esa circunstancia y tiene plena noción de que a estas alturas de la película, al cabo de unos cuantos milenios de actividad artística y en plena época de desbordamiento en la producción y difusión de imágenes, de cohabitación, mestizaje y promiscuidad generalizada entre tendencias, escuelas, movimientos, lenguajes y demás, el arte es un espeso concentrado, una suerte de olla podrida en la que hierve de todo y donde la originalidad genuina es infrecuente, rarísima. Hay, eso sí, tenues variaciones, reinterpretaciones, remezclas personalísimas, meritorios injertos manieristas practicados con materiales reaprovechados y prácticas avanzadas en el campo de la ingeniería artística; pero la creación genuina de algo intrínsecamente nuevo no se da así como así.
En medio de ese clima generalizado y plenamente aceptado del arte como asunto en gran medida “ya visto”, el artista de ahora sigue defendiendo a dentelladas la propia posición y su margen de originalidad y aportación personal, pero desde la plena consciencia de que trabaja inmerso en un vertedero de todo tipo de detritos semióticos y de que es parte de una cadena promiscua en la que contamina y es contaminado. No obstante eso, y por muy asumido que tenga que todo es derivación y mezcla, acepta de mejor gana la influencia difusa que haya podido recibir del signo de los tiempos, de la tradición o de una corriente genérica, que no el influjo específico, directo y reconocible de la escena local o del entorno inmediato.
La sospecha de haber sido influido y estar a la sombra de un talento mayor puede llegar a generar un cuadro angustioso, como dejó patente Harold Bloom en su La ansiedad de la influencia, donde examina el peliagudo asunto de la relación morbosa del escritor con sus predecesores. Bloom postula en esa obra que el autor que quiera ser alguien debe absorber, neutralizar y desprenderse de la influencia atenazante de sus predecesores. Matar al padre y cortar por lo sano con su influjo. Según Bloom, esa es la única manera de comenzar el peregrinaje hacia la consecución de una voz propia. Borges, que deploraba la violencia, aportó una solución ingeniosa que evita el parricidio y el consiguiente derramamiento de sangre, pero que es mucho más exigente y no está al alcance de cualquier talento. El maestro argentino dijo que el escritor de mérito “crea sus predecesores”.
No sé hasta qué punto y con qué intensidad, pero estoy seguro de que entre los jóvenes artistas de la escena barcelonesa se deja sentir esa ansiedad de la influencia, pero no de arriba abajo o de maestro a discípulo, sino la influencia transversal entre artistas colindantes que se influyen unos a otros por proximidad y que suele ser foco de rivalidades. A principio de los años ochenta del pasado siglo, cuando yo estaba a punto de iniciarme como presunto artista en ciernes, la joven escena barcelonesa estaba bastante caldeada a ese respecto. Como claro exponente de hasta qué punto ese factor se dejaba sentir en el ambiente, transcribo a continuación un fragmento del texto del catálogo Veintiseis pintores, trece críticos, panorama de la joven pintura española, publicado en 1982 y con el que María Teresa Blanch presentaba la obra de Xavier Grau: “En un momento como el actual, en que todo parece fundamentarse en aprender las mejores lecciones pictóricas del pasado, Grau se despreocupa de pellizcar aspectos de los grandes cuadros. Es uno de los más beligerantes con los resultados artísticos de sus compañeros, y de los que menos espían la situación del entorno para ver si es imitado o sobrepasado. No es de los que hacen altos en su trabajo para cargar baterías con lo que los demás dejan abierto.”
Todo ese largo preámbulo viene a cuento de que el pasado viernes, en mi periplo quincenal por la zona de Granados-Ciento para ver qué ponen las galerías de la zona, me di de bruces en la Joan Gaspar con una litografía de Georges Braque que desconocía, y que instantáneamente reconocí como predecesora de una ilustración de Delia Zavala que aparece en una de nuestras publicaciones. Ni técnica ni formalmente son similares o siquiera parecidas, pero es obvio que son de la misma familia puesto que la anécdota que plasman es idéntica: unos pájaros de idéntico color volando tras la estela del que va delante, que es de tonalidad inversa. Entiendo que la obra de Braque es predecesora en el sentido de que es anterior en el tiempo a la de Delia Zavala, pero no sé hasta qué punto podría serlo también como influencia directa. Es más que probable que se trate de una simple coincidencia, pero nunca se sabe.
La obra de Braque Quatre oiseaux es de 1959 y la de Zavala, que no tiene título y forma parte de un vasto trabajo inacabado conocido como El gorrión lunar, de finales de los años setenta. Que yo sepa, el trienio que Delia estuvo enfrascada con los originales de ese trabajo malogrado fue de absoluto aislamiento en una zona de difícil acceso de El Bierzo, donde ejercía de maestra de escuela en una remota pedanía. Eso no quiere decir nada, por supuesto. En los años previos había bajado periódicamente a León capital y se sabe que hizo visitas esporádicas a Madrid durante sus primeros años como docente. Discernir si pudo ver alguna reproducción o incluso una de las copas de la litografía sería una tarea abrumadora, difícil y tan fascinante como llegar a dilucidar si era una artista informada y porosa que bebía del entorno, o bien era, como todo parece indicar, cerrada y refractaria.
Como editor de una parte de la obra de Delia Zavala donde aparece esa imagen soy parte interesada e implicada en todo lo que la atañe; no obstante, y al no detentar la autoría de la obra en cuestión, no pude sentir en carne propia la auténtica “ansiedad de la influencia”, sino tan solo una sensación diferida, sucedánea y de menor intensidad. En cualquier caso, lo cierto es me dejé embargar por algo parecido al ver que, si bien con otro lenguaje y desde el seno de otra tradición, la misma anécdota ya había sido abordada por Georges Braque.
Ya en otro orden de cosas, y para acabar, añado que según se indica en la página web de la galería Joan Gaspar, la litografía de Georges Braque, número catorce de un tiraje de doscientas setenta y cinco copias, se vende por 4.840 euros. Por nuestra parte, como se puede ver en la quinta página de la tienda de nuestra humilde página web, vendemos la obra original de Delia Zavala por 300.
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