La cantidad de fotos de artistas —famosos y no tanto, de ayer y de hoy— capturados por la cámara en los espacios donde trabajaron en su día o trabajan todavía es enorme y ha dado lugar a numerosas y apabullantes monografías, editadas algunas de ellas, con gran lujo y mucho aparato, por sellos tan solventes como Phaidon, Rizzoli o Taschen. Por lo visto, al público le interesa sobremanera ver en qué condiciones de habitabilidad se desencadena la alquimia que da lugar a la obra de arte. Y desde luego no es ése un asunto menor.
Aunque el chispazo que da lugar al poema, párrafo de prosa o compás musical es de índole similar al que produce el cuadro o la escultura y precisa también de una cámara de ignición, lo cierto es que si nos atenemos a la cantidad de material publicado, la palma y el interés el publico se los llevan las imágenes de los espacios donde trabajan los artistas plásticos. Tan en así que hay una rama específica de reportaje fotográfico dedica a tal menester denominada ateliers d’artista.
También el público se interesa y quiere ver la alcoba espaciosa y el minúsculo escritorio al que se sentaba Emily Dickinson, o el taburete de pub en el que se emborrachaba a diario Dylan Thomas. Eso también tiene su público, qué duda cabe, pero todo apunta a que es menos numeroso que el que se interesa por ver la cuadra donde trabajaba Bacon o la habitación en la que Zóbel hacía lo propio, inmaculada y blanca como una patena aséptica.
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En el lapso que media entre 1983 y 2005 tuve taller en un inmueble de la calle Riereta. Excepto los bajos, los cuatro niveles restantes estaban ocupados principalmente por pintores y algún que otro escultor. La del número diez era una de las cuatro colmenas de artistas que había en esa calle. Además de esas grandes aglomeraciones, en la misma calle Riereta había unos cuantos talleres más, amén de una numerosa pedrea de artistas desperdigados por las calles aledañas. Entre Riereta y las calles adyacentes se podían censar, como poco, una setentena de estudios, talleres y obradores dedicados al arte del momento.
La densidad de cubículos habitados por artistas hacía de Riereta un enclave interesante para el reportaje fotográfico de ateliers d’artista. No obstante el interés indudable que tenía la zona, solo me consta la visita de un fotógrafo en los veintitantos años que estuve allí. Fotógrafo más interesado en la persona que en el espacio donde realizaba su labor, ámbito al que prestaba la atención justa. Además de la que me hizo a mí, vi en su momento algunas más. Todas respondían al mismo patrón: retrato de plano medio sobre un fondo escaso y algo desenfocado. Pertenecen a la escuela del retrato psicológico, que en modo alguno se ajusta a la exigencia primordial del género al que me refiero. El reportaje fotográfico del género ateliers d’artista pone el foco en el ámbito donde trabaja el monstruo, cuya comparecencia no es indispensable y no siempre se deja ver en la toma. Porque lo que el público y las gentes sencillas quieren ver es el habitáculo donde acontece el arte. El chamizo hediondo y lamentable. El lugar exacto de la aparición sublime. El cuchitril abyecto adonde acude la musa.
Lo habitual es que el artista trabaje en un cuarto y bajo techado, pero no siempre es así. Al parecer, tras su muerte numerosos admiradores comenzaron a peregrinar al remoto cottage donde había residido el poeta Coleridge. Nada más entrar, todos se interesaban en visitar el gabinete donde el maestro había compuesto Kubla Khan. Cuando lo solicitaban, el ama de llaves se hacía seguir, atravesaba una sucesión de corredores y estancias diversas hasta detenerse frente a una puerta en el otro extremo de la casa, abría entonces un minúsculo ventano por el que se veía la campiña, señalaba con el dedo hacia la inmensidad y decía: ahí trabajaba el señor Samuel. Coleridge era, obviamente, un artista out door.
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He traído lo anterior a colación porque no solo no aparezco en ninguna monografía de ateliers d’artista, sino que aparte de la toma que he comentado, hecha por un fotógrafo cuyo nombre no recuerdo, apenas tengo fotos de aquel taller en que tantos años estuve. Ese pobre fondo de imágenes se ha visto recientemente ampliado por la aparición, verdaderamente providencial, de una foto que ha permanecido traspapelada casi dos décadas. Si no recuerdo mal, la vi cuando empacaba y me disponía a dejar el taller de Riereta en 2005, y no la he vuelto a ver hasta hace apenas unos días. Revolvía en el interior de unas viejas carpetas cuando, ¡zas!, ha aparecido la única fotografía que ha quedado de “Agua estanca”, una toma monocroma muy ligeramente virada a sepia que disparé y revelé yo mismo en el minúsculo laboratorio que tenía entonces. Era el verano de 1985.
En aquella época andaba yo enfrascado en desprenderme de los latiguillos y tics que la estancia de cinco años en la Escola Massana hubiesen podido dejar en mí. El estilo massanero existía —pero también el de la facultad, el de Eina, el de Llotja— y era clamorosamente reconocible en muchos casos; en otros había que mirar con algo más de atención para percibirlo. Cuando hice “Agua estanca” llevaba ya dos años inmerso en ese forcejeo y me creía limpio. O eso pensaba. Fue la primera pieza que reconocí como libre de la influencia massanera. Visto hoy a través del cedazo de los años, uno admite que quizá se había liberado de un influjo para entregarse a otro. Hablo, claro está, del influjo del momento, de lo que se hacía a mediados de la década de los ochenta en la colmena artística de Riereta, en el Raval de Barcelona.
Yo diría que el peliagudo asunto de las influencias no siempre se vive con la ansiedad que Harold Bloom diseccionó en sus conocidos ensayos La ansiedad de las influencias y Anatomía de las influencias. El artista bisoño quiere verse libre de determinadas influencias, pero no es menos cierto que no se opone a otros influjos e incluso los admite de buen grado. En la densa y caldeada escena barcelonesa de aquellos años, los artistas que empezábamos repelíamos unas influencias y nos rendíamos ante otras; nos zafábamos de lo de ayer mismo para dejar sitio a la moda del momento, en la que nos zambullíamos entregados y acríticos. Había desdén hacia unas influencias y afán por abrazar otras. La ansiedad no la producía el temor a la influencia, sino la posibilidad de no elegirla bien, ser malamente influenciado y quedar fuera de foco, relegado a la sombra.
Al fenómeno de la influencia aguda que determinados movimientos, artistas específicos y exposiciones señaladas ejercían de súbito sobre la grey artística local, las curadoras del momento —eran todas mujeres—, Blanch, Parcerisas, Picazo, Queralt & Co., lo denominaron “las contaminaciones”.
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La pieza Agua estanca —cuya foto acaba de reaparecer y ha dado lugar a estas líneas— está hecha en la tesitura personal y temporal que acabo de esbozar. Es un trabajo de ocasión apegado a las circunstancias del momento. Lo presenté al Saló de la Tardor y pasó por el taller de Riereta Gloria Picazo, que ese año llevaba la curaduría del evento. No le interesó.
Era una pieza de medidas variables pero grande en cualquier caso: entre 25 y 35 metros cuadrados. Alguna de las piedras que se ve en el centro de la foto creo que la reaproveché para otros trabajos. Los cocodrilos eran de cemento; se fueron deteriorando y acabaron no sé dónde. Cuando dejé Riereta quedaron allí fragmentos de piezas que había desestimado y restos diversos, pero no recuerdo que hubiese parte alguna de esta pieza. Era 2005, y “Agua estanca” se había desvanecido hacia tiempo. Esta fue la primera pieza en cuyo título aludo al agua. Años después realizaría Agua sepulcral, también desparecida, y Agua lóbrega, que está en la colección Banesto.
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La colmena del número 10 de Riereta también se desvaneció. Por allí pasaron Anthony Pilley, Josep Robustillo, Jaume González, Regina Martínez, Ezequiel Martínez, Eli Gras, Toni Giró, Martín Ledesma, Carlos Crego, Lorenzo Valverde, José Luís Pelarda, Carles Gabarró, Syd Mostow, Maija Tuurna y otros muchos de los que me es imposible dar razón. Que yo sepa, sus talleres y estudios de entonces no han aparecido en monografía ni compilación ninguna de ateliers d’artista.
Lo he mencionado más arriba y lo repito aquí para cerrar: el lugar desafecto donde el arte aparta a muchos de sus oficiantes está fuera de foco, relegado a la sombra.