De poco le ha ido que me quedase sin ver la exposición que, bajo el título “Del segundo origen, artes en Cataluña, 1950-1977”, ha permanecido en cartel desde el 2 de julio hasta el 25 de octubre. La vi, como digo, por los pelos, ya que me dejé caer por las espaciosas salas del MNAC el último domingo de octubre, día de clausura de la muestra. Tuve, eso sí, la precaución de ir temprano para evitar en lo posible las hipotéticas aglomeraciones de día festivo y poder hacer el recorrido con la suficiente demora y sin la molesta contaminación acústica de las visitas guiadas. Con todo, a mi precaución de salir temprano vino a sumarse un descuido fortuito que descubrí nada más entrar al metro: la noche anterior no había hecho el preceptivo cambio de hora. Iba con una de adelanto.
No ya cuatro, sino solo tres fuimos los gatos que accedimos a la exposición a la hora de apertura. Y sí: la vi muy a mis anchas y sin el molesto tábano de las visitas guiadas. Así da gusto.
La tarea de revisar un panorama cultural finiquitado y cerrado, y escoger de entre sus actores y sus obras aquellos que se consideren relevantes no es un mero ejercicio de museografía, sino una operación de naturaleza artística llevada a cabo por comisarios y curadores, que aplican en el ámbito de la cultura la ya célebre máxima del naturalismo acuñada por Émile Zola: “Un fragmento de la naturaleza visto a través de un temperamento”.
“Un fragmento de la cultura visto a través de un temperamento”, esa es la compleja fórmula que está detrás de toda exposición dejada al cuidado de un curador. En este caso, la complejidad inherente a cualquier operación de ese tipo ha tenido un plus de complicación, ya que no cabe hablar de uno sino de tres temperamentos; y es que, según el doble pliego explicativo que se ofrece con la entrada, son tres los comisarios que están tras la selección de obras que componen el corpus de la muestra.
Mucho antes de que la industria editorial la manipulase para el negocio y la transformase en el socorrido eslogan “Somos lo que leemos”, la observación de que es la mirada la que verdaderamente nos nutre el carácter se remonta a Plotino. “Somos lo que vemos”, dejó escrito el maestro. Sin poner objeción alguna al aserto de tan venerable clásico, que damos por bueno, no es menos cierto que la frase no pierde un ápice de veracidad si se la articula a la inversa: vemos lo que somos, o sea, que miramos de la única manera posible: con el temperamento.
Que también para un curador sea ineludible mirar con el temperamento no siempre explica por qué una exposición es como es, y menos una como ésta, que por la estrategia museográfica que la ampara; el presupuesto con el que ha contado; los fondos a los que se ha tenido acceso; el aparato teórico que la sustenta y el magnífico catálogo que aporta —que se ha concebido como obra de referencia y de consulta ineludibles— deja bien patente su carácter de empresa compleja, discutida, calibrada, pactada y poco porosa a los personalismos y las veleidades del temperamento.
Yo diría que la panorámica que se ofrece de esos veintisiete años de arte catalán no es “una opción neutral y libre de lecturas”, como sostienen los curadores en el texto de presentación, ni es del todo cierto que la exposición no establezca ninguna tesis en concreto, como también se dijo el día de la presentación. Entiendo que la selección de los artistas —son todos los que están, pero no están todos los que son, o fueron, para hablar con propiedad— y los escrúpulos, preferencias y minuciosos cotejos en la selección de obras son todas ellas maniobras hechas a través de un temperamento tripartito pero con una sola intención y muy clara: ofrecer una versión de los hechos y avalarla con un importante catálogo que le otorgue validez de tesis.
Es evidente que de la revisión de esos veintisiete años de arte catalán —un fenómeno muy localizado, de pequeñas dimensiones y con una reducida nómina de artistas, galerías, grupos y movimientos— no puede salir una ingente cantidad de versiones, que a buen seguro serían muy parecidas entre ellas. Lo que defiendo aquí es que por nimias que fueren las diferencias en la selección de obras y su disposición, supondrían, con todo, ligeras pero importantes modificaciones en gradaciones, énfasis y ritmos del significante, lo que sin duda acarrearía levísimas matizaciones de sentido, significado y discurso. Toda esa red de diferencias microscópicas entre una muestra y otra las convertiría a cada una de ellas en exposiciones únicas de entonación bien diferenciada. Y eso es precisamente lo que ha ocurrido en este caso, aunque el triunvirato de curadores se arrogue de haber alumbrado una muestra “neutral y libre de lecturas”.
A mí me dio la impresión de que se ponía cierto énfasis en algunos artistas, a la par que se atenuaba a otros o se les dejaba fuera sin mayores miramientos. Eso se veía nítidamente en el movimiento de apertura de la exposición, donde yo creo que faltaban los escultores Fenosa y Granyer, y los surrealistas Massanet y Planells. Y era también evidente más adelante, en el ámbito dedicado a pintura de la década del setenta, donde encontré a faltar a la mitad del grupo Trama: Javier Rubio y Gonzalo Tena.
Por otro lado, al no ser esta una muestra monográfica acerca de un lenguaje o movimiento específico, sino que ha querido abarcar la panorámica del arte catalán a lo largo de dos décadas y media mostrando para ello “las disparidades y tensiones” que confluyeron en la época, es obvio que se ha puesto toda la atención en los movimientos de reactivación de las vanguardias, de ruptura, de Arte Regenerado o que seguía a pies juntillas las modas del momento, en detrimento de gente muy válida que trabajaba al margen de ese tipo de supersticiones —Todó, Villà, Casaubón, Madola, Luisa Granero, Niebla, Joan Mora y los surrealistas de la Sala Gaudí, entren otros muchos—; lo que convierte a la exposición en una maniobra algo sesgada, parcial y sobre todo engañosa para el espectador poco informado, que ha salido de la muestra pensando que la totalidad de los artistas catalanes del período cerraron filas en pos del último grito, cuando lo cierto es que el panorama era rico, variado y, como en botica, había de todo.
Discrepancias al margen, es indudable que ha sido una muestra interesante y de gran riqueza testimonial, en la que se han podido ver obras poco o nada conocidas —y eso siempre es de agradecer— que iluminan la germinación y los recodos, umbríos y poco frecuentados, de las trayectorias de algunas de las luminarias locales del arte del siglo pasado.
Figura en espai fluidic, de Josefa Tolrà, una de las mejores obras de la muestra. |
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