Ya sabía yo que a la exposición de Antonio López en La Pedrera tendría que ir entre semana, por prudencia. Un martes por la mañana, por ejemplo; y temprano. Nada de dejarse caer por allí más allá del mediodía. Ni mucho menos por la tarde. Como sabe más el diablo por viejo que por diablo, vi con claridad que era uno de esos casos en que toda prudencia es poca. De manera que obré en consecuencia, me hice el mañanero y me presenté en La Pedrera un martes poco después de las diez. Como era de suponer tratándose de Antonio López, había ya bastante público, pero todavía no se había colgado el cartel de aforo completo.
Lo habitual es ir a ver exposiciones sin ningún tipo de precaución, prudencia o estrategia horaria. No es necesario. Entre semana se pueden recorrer plácidamente las salas de la Fundació Miró, la Tàpies, la Suñol y la misma Pedrera sin cruzarse con ningún humano aparte de los vigilantes de sala y la becaria de prensa. Y no digamos ya las galerías de arte, en las que, salvo excepciones, nunca hay nadie.
Pero toda precaución es poca, decíamos, cuando se trata de Antonio López, uno de los escasos artistas vivos de por aquí con público y cuya obra gusta a una amplia horquilla que abarca espectadores de toda condición. Antonio gusta por igual —y mucho— a la gente sencilla, a niños, abuelas, parados, becarias, prejubilados, púberes y opositores. Es un artista que gusta a granel; lo digo sin que la acepción lleve implícito, por descontado, desdoro ninguno hacia su obra. Todo lo contrario: celebramos que guste de manera abrumadora y torrencial. Tal como están las cosas, con lo anémico, desangelado y mortecino que suele ser el ámbito expositivo, el fenómeno Antonio López es en verdad excepcional.
Por contra, y de manera que para nada es paradójica, sino perfectamente natural y previsible, Antonio López no tiene demasiado predicamento entre los propios artistas, ni tampoco es figura de devoción entre los estudiantes de arte, curadores, comisarios y demás turba. Nos referimos, claro está, al personal que practica y milita en el arte último, el arte de hoy, la escena contemporánea o, en definitiva, el arte oficial en la época del acabamiento de Arte. En ese ámbito Antonio López es considerado una venerable antigualla, un anacronismo, un artista atrapado en las arenas movedizas del pasado. A este respecto, recuerdo que Rosa Queralt —quien en tiempos fue mi mentora—, me decía de Antonio López: “él sí, pero sus epígonos, no”. Y es que mediaba la década de los ochenta del pasado siglo y Antonio llevaba ya unos cuantos lustros petándolo con sus talleres de copia del natural, de los que había salido una ingente masa de imitadores del maestro que llevaban años copando algunas galerías de Madrid. A esa muchedumbre de habilidosos discípulos se refería expresamente Rosa Queralt con lo de “él sí, pero sus epígonos, no”. Lo peor es que su veredicto no se quedaba en esa tropa, sino que era extensivo. De hecho, Rosa, cuya especialidad era el comisariado de arte contemporáneo, consideraba a Antonio López el único artista atendible de toda la escuela realista madrileña moderna. Él sí, pero los otros, depende.
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Como decía más arriba, el martes de autos a primera hora ya había público en la sala. Jubilados endomingados, ancianas peinadas de peluquería y gente talludita perfectamente arreglada para una ocasión que lo merecía. Tiene uno leído por ahí que la afición se vestía de veintiún botones para ver torear a Manolete, y que los seguidores de Camarón se maqueaban a conciencia para oír al maestro en directo. Ese día no parecían los mismos. Camisas de un blanco impoluto abiertas hasta el ombligo, pantalón con raya planchada, botín de tacón cubano perfectamente lustrado. Por un día, público de toda condición lucia el palmito y chorreaba brillantina camino del evento.
La naturaleza algo circunspecta del mundo del arte de museo no es el terreno más propicio para esos lucimientos de romería. Aficionados de tiros largos no había, pero la gente iba mudada. Eso se ve enseguida. Porque delante de una imagen devota hay que cuidar la formas, es una cuestión de respeto. El seguidor medio de Antonio López sabe que no se puede presentar de cualquier manera ante el retrato de María López de niña, obra señalada y feliz que va camino de convertirse en la Mona Lisa de Antoñito. La Gioconda de Antonio López.
Se cuenta por ahí que Antonio López jugaba con frecuencia al ping-pong con Lucio Muñoz y perdía siempre. Pero no solo perdía él, sino también María Moreno, Esperanza Parada, Amalia Avia, los hermanos Julio y Francisco López Hernández, Isabel Quintanilla, Joaquín Ramo y Enrique Gran. Los integrantes de la escuela realista madrileña no podían con Lucio Muñoz, que pasaba por ser imbatible con las palas desde que había abandonado la pintura figurativa y se había pasado a la abstracción. Lucio Muñoz tuvo su “violín de Ingres” en el ping-pong, deporte en el que llegó a ser campeón de Castilla. Eso fue bastante antes de hacerse pintor tránsfuga y pasarse a las filas de la abstracción de la noche a la mañana. Como digo, ningún otro pintor podía doblegar con las palas a Lucio Muñoz; permaneció imbatible hasta que el cáncer, que ya sabía pintar, aprendió a jugar. Era 1998.
Aparte de célula de activistas aplicados al cultivo de la figuración militante, la escuela realista madrileña fue también un contubernio sentimental que cristalizó en un buen número de bodas. Hasta cinco parejas fraguaron dentro del grupo. De hecho, la gran exposición que se les dedicó a principios de los años noventa recalcaba en su título (Otra realidad. Compañeros en Madrid) el carácter de amistoso colegueo que imperó siempre en el grupo. El único superviviente de aquella pandilla irrepetible es precisamente el gran Antonio López, quien de manera por completo involuntaria y muy a su pesar, qué duda cabe, va camino de eclipsar al resto del grupo, todos ellos artistas de talento reconocido pero de perfil no tan sobresaliente y sin el calado popular que tiene hoy Antonio López.
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Por qué una exposición está a petar de público un martes de tantos a primera hora; qué ve la gente en esa obra. Uno se deja caer con cierta regularidad por la sala de La Pedrera y no ha visto nunca tal y tan diverso gentío. Cómo es que Antoñito tiene tal poder de convocatoria. Yo diría que por motivos evidentes, aunque lo haga por lo bajo y con toda cautela, ya que en asuntos de esta índole nunca puede decirse que las cosas están claras como el agua. Vamos a verlo.
Velázquez, pintor complejísimo y artista para artistas, también gusta a la gente sencilla y la afición en general, que ve en sus cuadros la realidad de las cosas y del aire perfectamente representados. Ni la transpiración de los cántaros se resistió a los pinceles del maestro. El público inmemorial, el de ayer y hoy, valora mucho la solvencia técnica, la pericia, la fidelidad; habilidades que permitieron a Zeuxis engañar a los pájaros, que bajaron a picotear el racimo de uvas que había pintado. El público es algo pájaro y se pirra por ese tipo de trucos. No obstante, no se puede siquiera insinuar —ni mucho menos decir a la ligera— que el espectador medio sea un ente ingenuo. Y menos a esta altura de la película, cuando el arte ha sufrido tales perrerías y adulteraciones que, desde los años setenta, está prácticamente desahuciado por los médicos y ha encarado ya su desaparición ineludible.
Es precisamente en momentos de confusión y completa zozobra como el actual cuando más necesario es el espectador elemental y desacomplejado, el que hace oídos sordos a las gárgaras de la teoría del arte hipertrofiada, desdeña los espantajos de infinidad de artistas subvencionados y bosteza sin disimulo ante las propuestas aburridotas y soporíferas de la estética de lo neutro, pero tiene ojo para lo primordial y atiende cuando un artista, en la época del transfer y del corta y pega de imágenes regurgitadas, se toma el tiempo, el trabajo y la molestia de dibujar algo tan endiabladamente exigente como un plato de postre con huesos y mondas.
Se me objetará que esa veneración por la pericia, tan trasnochada y viejuna, caducó de súbito en el momento en que Picasso admitió que a sus trece escasos años ya dibujaba como Rafael, pero hacerlo con el descuido de los niños le había costado mucha más dedicación. Afirmación que, en su día, se puso del lado de la algarada general que venía a justificar el relajamiento de la exigencia técnica en favor de la licencia personal, la espontaneidad, el descuido y demás “vientos del sur”, que diría Nietzsche.
No digo que dibujar como los niños sea coser y cantar o no presente reto ninguno. Pero ojo con creérselo a pies juntillas y jalearlo a la ligera. Picasso era mucho Picasso, y la época de referencia era la de la incipiente irrupción de las vanguardias y lo nuevo, tiempo mítico y fecundo en el que había mucho por destruir y todo estaba por hacer. Ensalzar el dibujo de los niños y hacer apología de todo lo que contribuya a volar el estatuto de la representación cabal tenía entonces todo el sentido. Hoy ya no.
Ahora estamos en el extremo opuesto. Desde que Picasso dijo lo que dijo, y tras una centuria larga de deriva, el núcleo del arte se ha ido vaciando de contenido, técnicas y requisitos, patrimonio que ha sido concienzudamente desamortizado, desmantelado y transferido al ámbito incorpóreo del concepto, del pensamiento y de la filosofía del arte. Ha sido librado a un entramado fantasma donde el protagonismo no siempre lo detenta el artista, sino cada vez más los curadores, comisarios de exposiciones y demás intermediarios. Se supone que arte puede ser cualquier cosa, ente, enjuague o corriente de aire siempre que lo diga el artista y lo bendiga el establishment curatorial o Sistema del Arte. Aunque también puede funcionar a la inversa: que sea el curador quien proponga y el artista haga de mero ejecutor.
Tal como están las cosas, no es de extrañar que buena parte del público, harto de video instalaciones, misas performativas y arte de tesina, corra en tropel a ver la obra de un artista que trabaja con los arreos de siempre; un artista serio y con oficio, que no ha dejado de forcejar con la realidad y no está reñido ni tiene abierto pleito ninguno contra la belleza.
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Los niños, la gente corriente, los benditos simples y los pájaros; pero también los entendidos, los enterados, los que son más listos que el hambre y hasta los linces. Todos miran con ojos como platos los dibujos de Antoñito. Muchos de ellos no saben —ni falta que les hace— que Ingres definió el dibujo como “probidad de arte”, pero atienden con ojos como platos porque ven el prodigio del parecido traído de la realidad y puesto en el papel como si nada. Ven cómo la magia del parecido concentra su potencia de pasmo en un fruto, un abrigo o un objeto preciso cercado por la imprecisión y el desenfoque, cuando no por manchas accidentales, reteces de esfumino, trazos de tanteo e impurezas de todo tipo que ocupan el baldío del papel, ese vacío que no es tal.
Yo diría que buena parte del poderoso atractivo de la obra de Antonio López reside en que su precisión no agota al espectador. No es ni por asomo relamida, ni tiene nada de preciosista o pompier. Antonio carga con toda la pegada del oficio y aprieta los machos del parecido en áreas seleccionadas, y el resto queda desenfocado, desatendido o ya directamente librado a la maleza de los roces del grafito, las marcas del tiempo y lo que buenamente haya querido depositar la casualidad a lo largo de las muchas sesiones que requieren sus obras Esa dejación hay que saber hacerla, para no empalagar. Y Antonio López sabe.
Con la escultura ocurre otro tanto. En la primera sala de la exposición hay bastantes ejemplos de esculturas dejadas en diferentes grados de resolución, muchas de ellas conservan la estructura exterior que sujeta el material, que ha quedado incluida en la obra y refuerza la impresión de que el trabajo de Antonio López está siempre en proceso. La manga de una prenda puede estar admirablemente construida y resuelta con acierto la caída del tejido hasta el puño, pero debajo, en el lugar donde ha de ir la mano, solo figuran goterones y pellas de escayola informe. Y lo deja tal cual, porque acabarlo todo es cosa de petimetres a los que se les va la mano con el primor. Esmero sí, pero sin afectación.
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Uno de los cuadros que se puede ver en La Pedrera no lo conocía, Niño con tirador, de 1953. Y me sorprendió porque no vi allí la imagen de un muchacho que apunta con su tirachinas a los pájaros desde una azotea de Tomelloso. A quien vi fue a él mismo, Antonio López, muchacho precoz que no está por la labor de matar pájaros. Se acerca al ojo la badana del tirachinas, sí, pero lo hace con el estilo del dibujante que maneja la vara de medir, instrumento con el que Antonio aparece en multitud de fotos que se le han tomado cuando copia del natural. No hay tal niño con tirador, sino el propio Antoñito, que se ha pintado como un chaval abducido ya por la fiebre de la vocación y con más intención de medir con la vara que de lastimar vencejos.
He dicho más arriba que el retrato de María López de niña va camino de convertirse en la Gioconda de Antonio López. Y no exagero. Tengo entendido que no es tarea fácil echarle un vistazo en condiciones a la Gioconda de Leonardo. Parece ser que la cámara donde se exhibe suele estar siempre abarrotada por personal de todo tipo de etnias, y que el sufrido espectador ha de mirar el cuadro por entre toda una humanidad de madres que aúpan a sus hijos, parejitas que se hacen selfies, gente que llora de emoción, y, sobre todo, muchos japoneses, bandadas de japoneses mirando el cuadro a través del teléfono móvil y despidiéndose de la Gioconda con una inclinación de respeto.
El retrato de María López todavía no moviliza esas riadas de público, pero lo cierto es que se forma delante del dibujo un grupito de espectadores en formación de dos o tres en fondo y que, inevitablemente, se solapan entre sí, de manera que es imprescindible volver varias veces sobre la obra para poder verla bien. Vale la pena.
Esa obra acumula todas las astucias del maestro. Los trucos, dejaciones, esmeros, renuncias, primores y deslumbramientos de su técnica comparecen en ese retrato. Lo hizo en 1972. En aquella época, Antonio iba con frecuencia a comer a casa del matrimonio de pintores Muñoz-Avia. Lucio Muñoz se retiraba a sestear tras la comida y dejaba que Amalia y Antonio se enfrascaran en sus largas conversaciones de sobremesa, que comenzaban siempre de la misma manera, rememorando la curiosa pregunta que Amalia Avia formuló a Antonio López cuando los presentaron. Sin esa pregunta señuelo la charla no podía comenzar: “¿Y tú a quién quieres más, a tu pare o a tu madre?”. Y hala, a hablar de pintura toda la tarde.
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Porque una cosa no quita la otra, Antonio López es popular y muy del gusto de peluqueras ilustradas y camareros que se han sacado un módulo de FP, pero también embelesa a los exquisitos de gusto verdaderamente esclarecido y refinado. A este respecto, cabe recordar que cuando se clausuró la primera exposición de nuestro Antonio en la galería Marlborough de Londres, la dirección del establecimiento comunicó al artista que otro de los pintores de la casa, Mr. Francis Bacon, había acudido muchas tardes a observar de cerca su Conejo desollado, obra que también se ha incluido en esta exposición de La Pedrera.
Minoritario y popular, Antonio López es un artista serio y con oficio, uno de los últimos honestos. No está reñido ni tiene abierto pleito ninguno contra la belleza y sigue absorto en el inagotable misterio de la realidad. Su tarea nos ha dejado entrever eso que menciona Roberto Juarroz en un poema: la suprema claridad del misterio.