Agñipé. Esta exposición, intensa y de título harto enigmático, le hubiese encantado a Emily Dickinson. También me ha gustado a mí —y mucho—, pero eso es lo de menos. Hay que comenzar mencionándola a ella, que es la importante. La que cuenta. Y además las damas van siempre primero.
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Con cierta asiduidad —y con el corazón en vilo, por qué no decirlo—, uno sale por ahí a ver qué hacen los artistas, o a ver qué se ve de lo que hacen los artistas; ya que, como es notorio, una buena parte de ellos son poco visibles, otros casi por completo invisibles e incluso los hay a medio enterrar y con todos los atributos del muerto en vida. La obra de estos últimos no consta y es por completo imposible de ver. Es obra hecha para el olvido, que no les comprará nada ni tampoco les dirá nunca nada de nada —además de no tener conversación, el olvido suele ser también modesto y sin posibles—, pero es sin duda el espectador más agradecido.
Uno sale, ya digo, con el corazón en vilo a ver qué hacen los artistas, y las más de las veces vuelve algo decepcionado y como de vacío, pero a la vez reconfortado y mejor acomodado en sus convicciones. Y es que antes de salir a visitar galerías uno se disfraza de aficionado, se mentaliza previamente y hace lo posible por ver exposiciones como un neófito de la cosa. Uno entra en las galerías muy metido en el papel de espectador común, a ver qué. Deja en casa su bagaje de intereses, lecturas, manías estéticas, tics de la mirada, prejuicios tribales, supersticiones plásticas y toda esa mandanga, y sale, fresco y sin mácula ninguna, a ver qué diantre hacen los artistas. Entiendo que es la única manera de abordar, indefenso y de frente, lo que quiera que hagan los artistas de hoy.
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Hace ya unos meses que la galería Mayoral abrió su segunda sede en un local aledaño que les quedaba pared con pared. Han tenido el acierto de retirar la impedimenta que tuviera y dejarlo tal cual, con el rastro de los numerosos repintes del estuco a la vista, un buen surtido de desconchados a la altura de donde estuvo el rodapié y un suelo elemental y como echado sin mucha convicción. Esa suerte de templo saqueado por sucesivas oleadas de ladrones de tumbas lo ha destinado Mayoral a exponer obra de artistas más o menos emergentes o por ahí. Como quiera que hasta el momento solo han expuesto allí mujeres, el espacio se ha consolidado como gineceo seglar al que los varones podemos acceder en calidad de espectadores. La muestra que ahora tienen en cartel se titula Agñipé. La firma Catalina León.
Según la hoja de sala, agñipé es un neologismo salido del magín de la propia artista. Yo diría que neologismo todavía no lo es. Ya veremos si el tiempo y el uso lo consolidan como tal. Ojalá. De momento, es un talismán verbal de uso privado que alude, de manera muy concreta, a cosas, hechos y asuntos tan específicos como: 1- día de calor en medio del invierno, 2- Alguna cosa bella que aparece sin haberla buscado, 3- Sabor agridulce, 4- Burbujeo que se siente después de haber bailado mucho, 5- Lucidez conseguida cuando se renuncia a entender algo.
Como vemos, la valía de Catalina León en el complejo ámbito de la escritura creativa y de asignación semántica no es desdeñable. Ha sido el sesgo verbal de su poética el factor que me ha hecho pensar, como decía al comienzo, que Agñipé es una exposición que hubiese deslumbrado a Emily Dickinson. Por si fuera menester recalcarlo, diré nuevamente que también a mí me ha gustado. Y mucho.
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Agñipé se articula en torno a una serie de obras deshilachadas y bregadas hechas de trapos sobrepuestos a otros trapos, de un buen surtido de ofertas, chollos y remates de tienda de retales que se arraciman y solapan unos a otros y dejan ver, por entre los rotos de esos amasijos de alegre ropa de morgue, los bordaditos solemnes de una niña pobre del suburbio, los zurzidos de alguna modistilla pop y los laboriosos dibujos sobre paño de la hija de la planchadora. La niña que borda, la modistilla pop y la hija de la planchadora son la misma persona. Atiende por Catalina León y es un tesoro. Vale para un roto y para un descosido.
Si bien el aspecto puramente formal de esas obras es ya de suyo atractivo, el verdadero calado del trabajo abarca mucho más. De hecho, dar gusto a la retina no parece que figure en la lista de prioridades de la autora. Podríamos decir, por tanto, que la convulsa belleza de esos trabajos es una suerte de divina salpicadura o beneficio colateral provocado por el brío incontrolable de una actividad paralela, ajena por completo a la plástica o a la decoración de interiores y mucho más importante.
Entre otros muchos, la capacidad chamánica es uno de los activos importantes que posee Catalina León. El chamán frecuenta ese no lugar que media entre los vivos y los muertos, va y viene entre unos y otros cargado de noticias, consuelo e incluso chismes que interesan a unos y a otros. A vivos y a muertos. Esa es la actividad importante que cubre Catalina León. El brío incontrolable y la felicidad contagiosa con que la autora chapotea en esos descampados, anegados de gaseosa fúnebre y llanto puro, salpica a uno y otro lado. Salpica y mancha donde los vivos y también donde los muertos.
No sé qué les parecerá a los del otro lado, pero puedo dar fe de que cuando alcanzan el lado de los vivos, esas salpicaduras incandescentes se enfrían, cristalizan e iluminan este mundo como gran arte que se nos aparece en forma de sublimes harapos.
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El sol se llama Lorenzo y la luna Catalina. No sé si todas las Catalinas son lunares, nocturnas o médiums con algún grado de pericia chamánica, pero es indudable que la Catalina de que hablamos sí posee esa cualidad. Precisamente por eso, su método poco tiene que ver con el trabajo de estudio y la figura del artista sedentario rodeado de bastidores y pinzas para tensar los lienzos, sino que se decanta por el trabajo de campo llevado a la manera en que lo afrontan los campesinos sanadores, los albañiles curanderos y los chamanes niños.
Ella coge su rollo de telas, su hatillo de hierbas de sahumerio, talismanes y demás cachivaches de altarcito, y se va a visitar moribundos por ahí. Monta después el altarcito, despliega las telas y todos los presentes se pasean por ellas con calzado de calle, se tumban, duermen, se consuelan, lloran, cenan, se arropan y se limpian con esas telas durante noches, días, semanas o el tiempo que sea menester en tanto la muerte acude y cumple con lo suyo.
El factor decisivo que decanta el trabajo de Catalina León del lado del gran arte, del arte serio o del arte insobornable y mayúsculo, es el tiempo. Solo tras unos cuantos años de peregrinación y baqueteo, sus obras alcanzan ese estado de manufactura emocional avanzada que presentan. Dos, tres, cuatro y hasta cinco años abriéndose, dando consuelo, acumulando aura y replegándose por leproserías, lazaretos, casas de moribundos y descampados donde se agoniza al raso. Repito: acumulaciones de hasta cinco años de alegres sedimentos, vertidos de color, gloriosos detritos y hermosura basurienta de todo tipo. La lenta sedimentación de materiales, emociones, desperfectos y vida en bruto es, ya digo, el factor capital que transmuta esos colgajos en obra espléndida y verdadera.
Agñipé habría gustado mucho a Emily Dickinson. Pero que mucho. Ya sólo con el título de la muestra, Catalina León se habría ganado de calle a la rara de Amherst, muy dada también a creación de neologismos, talismanes verbales de obra nueva y toda una ristra de perlas semánticas que todavía nadie sabe muy bien qué significan. Ni siquiera lo supo el señor Harold Bloom, que ya es decir. En su legendario El canon occidental, Bloom admite que la Dickinson es más capaz con el lenguaje y posee mucha más audacia verbal e inteligencia que cualquiera de sus críticos, comentaristas y exégetas del pasado, del presente y también del porvenir.
Solo con echar un vistazo a los colgajos de Agñipé, la friki de Amherst, la solterona que se aferró al blanco y se canceló ella misma de toda vida social, se quedaría con la copla de que son cosa de chamanes y curanderos. Ella se había educado bajo la asfixiante campana del puritanismo y el opresivo influjo de un solo libro: la Biblia de Calvino, que no admite más lenitivo para sobrellevar la aspereza del mundo que el que, a su libre albedrío, nos da Dios. En aquella época, Amherst era apenas una remota ciudad provinciana rodeada de bancales y soledades agrestes limpias de nativos, que habían sido prácticamente diezmados. No obstante, las habladurías sobre difuntos que no acababan de pudrirse en sus nichos arbóreos y recibían la visita de pájaros que hablaban el dialecto de los indios, llegaron pronto a oídos de aquella adolescente vivaracha.
Calvino vigilaba que nadie se colara ni en la mente ni bajo las enaguas de Emily. La blonda de las enaguas era acorazada y casta, pero su mente era porosa y quedó expuesta a las habladurías sobre lejanos tipis que se veían arder a lo lejos como la bendita zarza de la Biblia: noche tras noche sin consumirse nunca. Esa cosa animista y tribal que tiene el trabajo de Catalina León hubiese amedrentado de entrada a Emily para desarmarla y deslumbrarla mejor. Porque le hubiese permitido ver de cerca el hermoso horror de los trastos y abalorios de liturgia de aquellos ritos blasfemos que solo conocía de oídas.
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Eso ya es bastante, pero no todo. Porque lo que verdaderamente hubiese dejado patidifusa a Emily Dickinson es ver trapos comunes, ropa de batalla y retales colgados en una pared, iluminados y elevados a la categoría de arte. Es verdad que también Verónica echó mano del trapo de los enjuagues para secar el rostro de Cristo, y que su faz injuriada quedó impresa en aquel soporte abyecto. Era un trapo, de acuerdo, pero capturó el rostro veraz del Rey de Reyes. Y eso no es cualquier cosa.
Pero estos sí, estos trapos sí son cualquier cosa. Trapos prácticamente idénticos a estos los tenía la Dickinson más que vistos, y no hubiese considerado jamás que fuesen arte. Ni por asomo. Es que ni harta de vino de misa se le hubiese ocurrido que los bajos de su vestido manchados por el barrizal pudieran ser arte. Ni tampoco los retales de batista que utilizaba el servicio para deshollinar la chimenea. Ni las lonas que descolgaron, cuando se reparó el techo del invernadero, cubiertas de cardenillo y lamparones de humedad. Pero es que ni por asomo. Ni la ropa de cama de las criadas, que amarilleaba justo en los sitios donde la transpiración de la mujer se hace más ácida y gotea. Cómo va a ser arte esa asquerosidad.
En aquella época no. Ni por asomo. Pero resulta que ahora sí. Que toda esa inmundicia textil vapuleada y sufrida es arte. Y hete aquí que Emily Dickinson, como aquel de Tarso que iba de camino a Damasco en su caballo, habría visto de súbito la luz, y no porque su Dios la iluminara de un tortazo, sino diciéndole al oído una palabra talismán: agñipé.
Y de súbito, ya digo, Emily se habría prendado de que sí, de que todos esos colgajos son arte verdadero. Sublimes harapos.