La señora Celia Giménez, vecina de la localidad de Borja, pintora aficionada y devota de las imágenes sagradas ha copado estos días los trend topics de la red y se ha convertido, muy a su pesar, en una celebridad mundial, siendo en este momento la única persona viva que figura en el apartado “personajes célebres” de la página web de esa localidad.
Ese acceso abrupto a la fama se ha desencadenado a raíz de su desafortunada intervención sobre un Ecce Homo original de Elías García, pintor local que allá por el siglo XIX plasmó la imagen en una de las columnas del Santuario de la Misericordia de aquella localidad.
Si bien la intervención se hizo con el propósito y la intención declarados de restaurar la imagen, que a todas luces se hallaba en estado de abandono y evidente deterioro, el resultado cabe tildarlo, sin paliativo que valga, de auténtico mamarracho.
Aunque al parecer hay unanimidad en considerar que la nueva imagen está lejos de poder ser apreciada siquiera remotamente como estéticamente cualificada, creo que hemos de ser muy cautelosos al respecto, ya que si reconsideramos su naturaleza peculiar de imagen sacra, valoramos su factura plástica a la luz de lo que hoy se entiende por expresión pictórica y, sobre todo, la contrastamos con clamorosos ejemplos de ese mismo género que son tenidos por arte auténtico, deja de ser tan evidente y palmario que la imagen carezca de cualquier tipo de cualificación y sea el adefesio unánime del que el planeta entero se ha reído.
Como restauración, esto es, como intervención destinada a la recuperación del aspecto original de la pintura, la falta evidente de técnica de doña Celia ha descarrilado de lleno, ha desfigurado y suplantado una imagen de la escuela realista por un monigote expresionista. El destrozo es doble: la figura resultante no solo no se parece a la anterior, sino que el nuevo Cristo es una caricatura sacrílega de rasgos vagamente humanoides.
No obstante todo lo anterior, es evidente que en arte sacro esa cadena de fiascos ha de tener otra lectura. Al parecer, Fra Angelico decía que nunca retocaba nada pues lo que plasmaba su pincel era voluntad divina. Eso era así en una época en que Dios, absoluto e inmutable, ocupaba el centro del imaginario social, el arte sacro era el único arte y Su voluntad fluía sin necesidad de enmienda en pintores de la talla de Fra Angelico.
Es innegable que el soplo del espíritu sigue infundiendo vida al pincel de los pintores sacros, y que quien en su día guió a Fra Angelico maneja hoy la mano de doña Celia. Es aquel mismo Dios pero falible, venido a menos y desplazado a los márgenes externos del imaginario colectivo; Dios cuyo flujo inspirador se ha estrechado, ha perdido brío y ya no apela a una estética hermosísima e inmutable sino que se aviene mansamente a las convenciones estéticas del momento, las de la pifia, el feísmo, el sarcasmo y el desdén hacia sí mismo, de los que se nutre una buena parte del arte actual y que al parecer han calado también al arte sacro de nuevo cuño, del que doña Celia sería uno de los valores actuales.
Si atendemos al interés manifiesto de Dios en que su Hijo desdeñara a los soberbios y tuviese trato preferente con los niños, los humildes, los sencillos y los simples, a los que garantizaba su entrada en el reino de los cielos, no es de extrañar que haya elegido para manifestarse a una pintora aficionada y de técnica harto deficiente. Lo inesperado es que la haya guiado para vandalizar un icono piadoso y convertirlo, muy al gusto contemporáneo, en obra de un artista manipulada, rectificada o incluso humillada por otro, como ocurre aquí. El caso Borja demuestra que Dios está al día, y que los procedimientos de su plástica y sus legítimas ansias de notoriedad inmediata son los de buena parte del arte y los artistas de hoy.
Puesto que es evidente que “eso” no es el Ecce Homo, que permanece bajo el espantajo que lo ha suplantado, creo necesario observar atentamente la nueva imagen, en la que, yo diría, hay indicios suficientes de elocuencia como para pensar que Dios está utilizando las nuevas formas de expresión para que su mensaje nos llegue con toda nitidez.
El nuevo rostro salido de los pinceles de doña Celia es el de un homúnculo tumefacto, asexuado y sin boca, cuyos escasos rasgos de persona trabajada por la parálisis facial se agolpan en el extremo de una cara que ya no mira hacia lo alto sino que dirige sus ojos apagados de humanoide vegetativo al espectador. El nuevo Ecce Homo de Borja tiene todo el aspecto de un personaje de Beckett sumido en el proceso de degradación y pérdida del yo entre el marasmo de la vida reducida a existencia y persistencia en el absurdo.
Entiendo que es indispensable que la pintura de de doña Celia se conserve con el título que ya tenía, Ecce Homo (He aquí el hombre), puesto que sin duda es un espejo veraz de cómo es el hombre, de cómo somos. Ese rostro informe, genérico y sin boca es el de las víctimas masacradas en las guerras, gaseadas y pasadas por los hornos; el de niños soldados abatidos que se pudren al sol en la sabana; el de las muchachas desfiguradas por el ácido; el de las “morenitas” que a diario aparecen en los vertederos de Ciudad Juárez con un tiro de gracia; es el rostro de los pobres de solemnidad y también el de los estragados por la avaricia. Pensamos que se trata de una lámina risible, pero lo que Dios, la inteligencia del universo, el jefe de los átomos o como quiera llamársele nos ha puesto delante es un espejo. Esa mueca desangelada en una pintura inepta y de baja estofa es la nuestra.
El Ecce Homo de Borja rectificado por doña Celia es arte sacro de hoy, una muestra de expresionismo feligrés que nos recuerda poderosamente a la pintura paleocristiana y que, como aquélla, ha sido plasmada por una mano guiada por la devoción y más atenta a la pureza del mensaje que a respetar las convenciones del parecido o a tener siquiera en consideración la imagen que le sirve de soporte.
La historia de la pintura no se compone únicamente de cuadros colgados en museos. También abarca lo desconocido, lo humilde y en lo que nadie repara: una vieja mancha de grasa en el arcén de una carretera comarcal, lamparones de cal en el espejo quebrado de una casa abandonada o el maquillaje corrido en el rostro de una muchacha que ha llorado son también pintura, oficiosa y en trance de desaparecer, pero pintura a fin de cuentas.
Inversamente a las obras del pintor de la cueva de Chauvet, que hace apenas unos años no constaban siquiera en la historia de la pintura y hoy la encabezan de manera deslumbrante, el Ecce Homo de Borja ha entrado momentáneamente en la historia para salir de ella de inmediato y adentrarse para siempre en el olvido. Hoy por hoy, mientras escampa y llega lo inevitable, uno de los capítulos recientes de la biografía de la pintura lleva la firma de doña Celia Giménez, vecina de Borja.
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