Es fama que Siddharta Gautama preguntó una tarde a sus discípulos que cuánto vive un hombre. Cada uno de ellos respondió con una cifra distinta pero siempre referida en años. Cuarenta, sesenta, treinta. El maestro sopesó cada uno de esos cardinales y a continuación se pronunció. Su respuesta, inesperada y lúcida, ha quedado como epítome de lo visto y no visto que viene a ser nuestro paso por el mundo: “Un hombre vive sólo un instante”.
Cuando hacia 1974 —hace apenas un instante— Plaza & Janés publicó esta Antología de Sylvia Plath, uno ya formaba parte de la plantilla de aquella editorial. Con sus lecturas de adolescente rayado sin cesar y sus vates domésticos que piden la paz y la palabra, entra uno a trabajar en una editorial y este es el primer libro con el que se cruza. El lenguaje misterioso y los destellos perturbadores y sublimes de esas páginas impusieron su rareza y la hicieron prevalecer de inmediato sobre el resto de mis poetas favoritos de entonces. La intoxicación fue aguda y fulminante. La concentración en sangre de esa toxina se mantuvo alta y estable durante muchos años. Es, sin lugar a dudas, uno de los títulos capitales de mi vida; uno de mis libros de la noche del corazón.
A cuarenta años vista de todo aquello —que sólo es la esquirla de un instante—, el libro aún forma parte de mi humilde biblioteca. Aunque me he hecho con otros de y sobre la Plath, el sufrido volumen guarda todavía la esencia inalterable y el inolvidable aroma del hallazgo. Abrir ese libro es empujar la cancela del jardín descuidado donde uno vio, a una edad influenciable, la adormidera emboscada entre la alfalfa, una flor lúgubre bajo la enramada y, sobre todo, el nombre precioso de la muerte impreso en el envés de cada hoja.
De los créditos al colofón, las de ese libro son las hojas de un jardín dejado. Uno todavía se orienta entre la maleza crecida, reconoce estelas precisas entre esa hierba de cementerio que el viento inclina hacia el pasado: “El verano envejece, madre fría”, “El amor te dio cuerda como a un reloj de oro”, “El olor a muerto del sol contra chozas de leño”.
Por entre huesos dispersos y lápidas cubiertas por el liquen del lenguaje he ido muchas veces de los créditos al colofón de ese libro. Entre rastrojos difuntos, una senda lleva de la apertura luminosa y legal, donde consta que la primera edición es de mayo de 1974, a la de su clausura desangelada y fabril:
ESTE LIBRO HA SIDO IMPRESO EN LOS
TALLERES DE INDUSTRIAS GRÁFICAS
«RIGSA» ESTRUCH, 5
BARCELONA
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