Ha ocurrido con tanta frecuencia, tiene uno ya tan arraigado pasar las vacaciones trabajando, que el despilfarro de ocio que supone —como si sobrara— no lo percibo como excepción pasajera o moratoria eventual de la costumbre de vacacionar y haraganear cuando toca. Más bien ha ocurrido que el hábito de quedarme trabajando el mes de agosto se ha hecho tan predecible, que tiene ya categoría de eso que los juristas denominan “costumbre inveterada”, otra manera de decir que de hábito arraigado ha pasado a tener rango de norma a seguir.
Hacer leña del mes de vacaciones, quemarlo alegremente sin descanso alguno y despilfarrarlo por entero trabajando son otras maneras de gastar suntuosamente sin miramientos y por encima de mis posibilidades ocio puro, algo de lo que no voy muy sobrado. Cuando a uno le da por pensar que ha malgastado las vacaciones trabajando en vez de “tumbar mulatas” que decía el poeta, lo mejor es ir a la biblioteca y echar mano de La parte maldita de Georges Bataille. Mano de santo en estas ocasiones.
Los gastos suntuosos y la dilapidación de excedentes escasos y valiosos serían, según Bataille, otras tantas maneras de emular y congraciarnos con la naturaleza, cuyo brío demencial despilfarra y malversa el lujo de la vida sin contención que valga y sin atisbo ninguno de lo que pudiera ser el ahorro o la noción de gasto a recuperar, normas básicas de nuestra economía miope, alicorta y divorciada del universo.
La alquimia de la lectura tiene tal capacidad de persuasión, que de estar algo alicaído por pensar que ha desperdiciado el ocio sagrado, vía Bataille pasa uno a identificarse con el salvaje que sacrificaba recuas de caballos purasangre a la hoguera sin ley de la naturaleza derrochadora y pródiga. Así de sencillo.
Como no podía ser menos, el pasado mes de agosto me quedé en Barcelona ultimando una serie de libros tuneados, en los que había venido trabajando desde junio. El conjunto —unas veinte piezas, de las que se descartarían cinco o seis— estaba destinado a la exposición que tendría lugar en octubre en una librería de Milán; exposición que se aplazó y que de momento continúa aparcada en ese limbo incierto.
Uno de los trabajos que se descartó fue The River de Bruce Springsteen, tuneado sobre un ejemplar de Llegendes de Nadal de Georges Denôtre editado en Barcelona, sin especificar el año, por Edicions de l’Arc de Barà. Aunque yo diría que estaba entre los más logrados, lo cierto es que, contra todo pronóstico, el librero lo desestimó y quedó desligado de la exposición; descartado pero disponible. El pasado mes de noviembre nos lo compró un seguidor de Bruce Springsteen.
La entrada de liquidez que ha supuesto esa venta me ha obligado a reconsiderar mi relación con Bataille y a relativizar la validez de La parte maldita —mano de santo en tantas ocasiones— como libro de autoayuda. Y es que todo eso del derroche incondicional del excedente de ocio en una causa perdida está muy bien. Pero resulta que la causa puede que no estuviese tan perdida, que hay mercadeo y una entrada de dinero que lo expulsa a uno de la épica del gasto cósmico y lo inserta nuevamente en el redil de la economía a escala humana, a la que uno vuelve como a su cama después de pasar la noche al raso con lo puesto.
Entiendo que la lección a extraer del caso es que ha de seguir uno recurriendo a La parte maldita, por supuesto, pero con la precaución de cerrar el libro de vez en cuando y, a la manera de un mantra, musitar un eslogan algo sobado pero ideal para hacer de contrapeso: “La economía, estúpido”.