No tiene uno televisor, frecuenta poco la prensa escrita y no dedica diariamente a la red más atención que el tiempo que tarda en dar cuenta del botellín de cerveza de antes de la cena. No obstante esa defensa deliberada y más o menos numantina contra la avalancha de lo noticioso, lo cierto es que uno no deja por ello de ser un ente poroso, intersticial e inevitablemente permeable a la insidiosa presión de la información, que si bien en dosis insignificantes, se acaba colando de rondón.
Dos de las escasas noticias que han atravesado esta semana ese cerco tienen como protagonistas a individuos de la misma, extensa y problemática familia: la de los artistas. Una de ellas es venturosa y feliz; la otra, sombría y algo patética. De un lado, está la doble exposición que trae a España, a la madrileña sala de la Fundación Canal de Isabel II y a la barcelonesa Fundación Foto Colectania, a la mítica Vivian Maier, fotógrafa de primer rango que se encastilló en el anonimato, desdeñó lo público y, a lo que parce, no le quitaron el sueño ni el destino de su obra ni los oropeles de la vanidad y toda esa mandanga. De otro lado está el poeta asturiano David González, que hacía pública en su cuenta de Facebook la decisión de internarse por el atajo salvaje de la drogadicción al por mayor y la cogorza severa; y todo ello con el afán de apagarla cuanto antes y poner fin a una vida desdichada por un rosario de circunstancias, entre las que tiene muy especial importancia el hecho de que, a su juicio, su obra haya sido sistemáticamente silenciada por los medios de comunicación.
Dos circunstancias, dos temperamentos y dos maneras radicalmente disimiles de vivir y dedicarse al arte y, sobre todo, de lidiar con el peliagudo asunto de su dimensión pública.
Aunque la extensión y la calidad de su obra, por lo que se va viendo a medida que sale a la luz, avalan sobradamente su valía, lo que sin lugar a dudas ha convertido rápidamente a Vivian Maier en un fenómeno mediático ha sido el azaroso hallazgo de su legado oculto; que se ha podido reunir y salvar de milagro pero que perfectamente podría haber caído del lado de la disgregación, la destrucción y la silenciosa desaparición de la faz de este mundo sin dejar rastro alguno. Por lo que cuentan, le ha ido del canto de un duro.
La mítica oscuridad que rodea la dedicación secreta de la Maier a la fotografía durante unas cuatro décadas la pone del lado de gentes radicales y de mucho abolengo en eso de trabajar en secreto y de cara a la pared, como Emily Dickinson y Fernando Pessoa, y la añade al reducidísimo censo de artistas que hicieron de su dedicación al gran arte una actividad morosa y clandestina que los ocupó de por vida, de la que poco o nada se sabía hasta que el trasto anodino en que la ocultaron cantó y los acabó delatando. En el caso de la Dickinson, la caja de música donde la “bella de Ahmerst” ocultó unos dos mil poemas en cuadernillos primorosamente cosidos a mano. Pessoa optó por un baúl, que arrastró por pensiones y cuartos de alquiler de Lisboa y que, ochenta años después de su muerte, aún no ha sido desvelado por completo dado lo cuantioso de su contenido, que asciende a unos cincuenta mil documentos.
Vivian Maier fue una artista de esa raza. La vertiente social, profesional y visible de su vida de soltera impenitente y llena de rarezas era perfectamente rastreable y ya se conoce. Lo que ha sido una verdadera sorpresa incluso para sus escasos allegados, es que esa normalidad aparente tuviese un doble fondo que nadie advirtió en toda su envergadura. Ahora sabemos que lo que a ojos de sus próximos no pasaba probablemente de ser mera afición, era en realidad una tarea de importancia capital en su vida y, a tenor del cuantioso legado que deja, de dimensiones titánicas. En su caso, lo que ha acabado cantando y delatándola no ha sido un solo trasto, sino una cantidad nada desdeñable de cajas de cartón, contenedores de plástico y hasta un cofre de cuero. Bajo la inevitable estampa de mudanza a medio hacer que presentaba en la almoneda donde fue localizada, toda esa valija variopinta y dispersa contenía los cerca de cien mil negativos en que se cifra la obra de Vivian Maier.
A nadie se le escapa que el caso Maier ha puesto al descubierto una deliberada estrategia de disimulo tenaz y ocultación evidentes de la propia obra a lo largo de toda una vida de dedicación; algo prodigioso, rarísimo y extraordinariamente infrecuente en un mundo donde la tendencia natural del artista es precisamente la opuesta: la de darse a conocer cuanto antes y pugnar en todo momento por salir en la foto, a ser posible. Abstenerse de cualquier tipo de aparición pública, desentenderse de todo afán de notoriedad, mantener a raya la pulsión vanidosa por salir a la palestra y hacer caso omiso de toda esa índole de actitudes inherentes a la práctica del arte, como al parecer hizo la Maier, denotan unas credenciales vitales poderosas y una personalidad y convicción artísticas correosas y fuera de lo común.
Bien distinto es el caso de David González, poeta asturiano que, como decíamos al comienzo, ha anunciado su intención de aplicarse a sí mismo un programa sumarísimo a base de drogas y alcohol que se lo ha de llevar lo antes posible. La escasa atención, el ninguneo deliberado y la actitud desafecta de los medios hacia su obra justificarían de sobra esa decisión terminal, según él mismo ha difundido vía Facebook.
Vaya por delante que, tal y como apunta Cesare Pavese en El oficio de vivir, “a nadie le falta una buena razón para matarse”, y que las razones que aduce David son tan buenas como otras cualesquiera, faltaría más. Aquí no vamos a enjuiciar lo acertado o no de su decisión ni a sopesar la valía de su obra; aquí únicamente estamos interesados en contrastar su caso de poeta dolorido con el de una artista diametralmente opuesta, acorazada y puede que hasta de otra especie, que realizó voluntariamente su obra en la desatención y la penumbra, los ácidos disolventes que han corroído la personalidad del poeta asturiano.
David González ha publicado con su nombre una veintena de libros de poesía, ha hecho de maestro de ceremonias en unas cuantas antologías y ha sido incluido en otras muchas, dirige la colección de poesía Zigurat que edita el Ateneo Obrero de Gijón y es, en fin, una figura conocida en el exiguo ámbito de la poesía, que para bien o para mal es a día de hoy una remota pedanía de la República de las Letras.
Hay alguna excepción por ahí, pero lo habitual es ser popular en la plazoleta de la poesía y absolutamente desconocido en el resto de la ciudad. Esa circunstancia, que de momento no tiene vuelta de hoja, está en el foco de la decepción que atormenta a David González, vate de sobra conocido en el ámbito de la poesía de la experiencia pero que ni por ensalmo aparece en los media de gran alcance, circunstancia esta que comparte con la práctica totalidad del resto de poetas.
Fue Carlos Marx quien observó que “la economía es determinante en última instancia”; y lo digo porque si bien David señala un cúmulo de circunstancias de etiología diversa como desencadenantes de su decisión, es evidente que una de ellas, no sabemos hasta qué punto determinante, es la económica. Y es que David malvive de la poesía, de ahí que se queje amargamente de que lo hayan ignorado los suplementos culturales de gran tiraje y demás canales por los que su obra podría haber llegado al gran público, que en lo que respecta a la poesía suele ser de escaso recuento.
Llegados a este punto de la ponencia, es indispensable hacer una aclaración radical respecto a la viabilidad del arte como profesión, que en lo que concierne a la poesía se hace especialmente crítica y de extrema dificultad; y es que, como en su momento señaló Blanca Andreu, aunque tiene tan escaso público como el poeta reconocido, que vende copias y a lo sumo también da recitales, un artista plástico igualmente reconocido sí puede vivir de su trabajo, ya que produce originales exclusivos para un mercado de coleccionistas ávidos de fetiches únicos.
Además de las dificultades derivadas de la imposibilidad de vivir de su obra, problema crucial que Vivian Maier capeó toda su vida con un trabajo asalariado, el reiterado ninguneo de los media ha golpeado a David en un punto dolorosísimo que raro es el artista que no tiene en carne viva: el ego, cuyas demandas de atención, notoriedad e incluso fama no cubiertas pueden hacerse angustiosas en individuos especialmente narcisistas. Lo que hace de David González y Vivian Maier artistas tan disímiles y encontrados es la manera de encajar y asumir la indiferencia, el silencio o el aplauso que provoca la recepción social de la propia obra; que David encuentra velada y recortada deliberadamente por lo que interpreta como una conjura de los medios contra él. Por el contrario, la Maier se hizo fuerte, se disciplinó y no tuvo necesidad ni curiosidad ninguna de saber cuál pudo ser la recepción de su obra y qué posibilidades de éxito tenía. No lo necesitaba.
En uno de sus perspicaces comentarios, Oscar Wilde deja bien patente hasta qué extremo el mismo fenómeno desencadena reacciones distintas en individuos diferentes: “Donde unos admiran el paisaje, otros pescan un resfriado”.
Así es la vida.