Si no recuerdo mal, creo que era Jaime Gil de Biedma quien decía que comenzó a tomarse más o menos en serio lo del paso del tiempo cuando observó que de muchas de las anécdotas que comentaban entre amigos habían pasado ya sus buenos veinte años.
Es precisamente esa unidad de medida de veinte años transcurridos la que he utilizado estos días para datar buena parte del material gráfico que andamos desempolvando para su inclusión en la nueva página web que preparamos, donde se podrá seguir toda la evolución de De La Pulcra Ceniza de cabo a rabo: desde las remotas plaquettes de 1995 hasta la reciente presentación pública de su última publicación.
Ver nuevamente todo ese entrañable material no me ha puesto melancólico ni ha suscitado en mi reflexión alguna sobre el paso del tiempo. Si acaso, he constatado que lo de que el tiempo vuela y que vivir es un visto y no visto son tópicos rigurosamente ciertos. Y es que uno tiende a observar su actividad pretérita con cierta indiferencia y, por momentos, incluso algo de flema, como el que oye llover y lo celebra aunque haya dejado ropa tendida.
Entre los documentos que han pasado por mis manos estos días, hay uno que se ajusta casi con toda exactitud (le ha ido de apenas quince días) a esa unidad de medida de los veinte años transcurridos. Me refiero a la invitación para la lectura de Four Quartets el sábado 22 de junio de 1996, que De La Pulcra Ceniza puso en circulación a mediados de aquel mismo mes.
Que yo sepa, el artífice máximo y gran sacerdote en lo de considerar los ciclos de veinte años como única vara fiable para medir la vida es el novelista E.M. Forster. Así lo refiere por boca de uno de sus personajes: “¿Nunca te han dicho cómo se divide la vida de un hombre? Veinte años creciendo, veinte años en plena floración, veinte años descendiendo y veinte años de decadencia.”