En un artículo de hace apenas unas semanas en que comenta la retrospectiva que el Reina Sofía dedica a Marcel Broodthaers, Antonio Muñoz Molina se refiere al extraordinario monto de obra que el artista belga produjo en apenas diez años de actividad y dice que “…trabajó con una fecundidad que asombra”. La verdad es que me choca que cause asombro la ingente producción de un artista como Broodthaers, cuyos intereses, materiales, estrategias, recursos y procedimientos son los adecuados para producir de lo lindo, a poco que se pise el acelerador. Que la producción de Broodthaers en tan solo una década pueda por sí sola ocupar todo un museo no me parece a mí que sea motivo de asombro, sino algo por completo consecuente si tenemos en cuenta las características formales y procesuales de su obra. Entiendo que en su caso, como el de muchos otros, lo verdaderamente asombroso hubiese sido que dejara poca obra.
No es de extrañar que Vermeer produjera una treintena de obras en toda su carrera y Broodthaers, en apenas unos años, tropecientas. Y no lo es porque así como los maestros antiguos, por razones obvias derivadas de la lentitud de los procedimientos y la velocidad de la época, dejaron poca obra, los modernos, por razones también obvias pero inversas, suelen pecar de lo contrario. A este respecto, es siempre obligado mencionar la figura de Picasso, paradigma del artista rápido y lo suficientemente prolífico como para llenar él solo varios museos. En su momento, Christian Cervos se tomó el ingente trabajo de catalogar su producción oficial, que ocupa treinta y tantos densos tomos y recoge unas 17.000 obras, cifra ya de por sí desmesurada pero que, según otros, es a todas luces timorata y se queda muy por debajo de su producción real. La circunstancia de que el barbero, el limpiabotas, el dentista y demás profesionales que lo trataron dispongan de su propia colección a partir de los originales que les improvisó el maestro, contribuye de manera bastante elocuente a esclarecer lo poco que le costaba a Picasso producir un picasso. Si bien se quedan por debajo de la mítica fecundidad del malagueño, también Miró, Warhol, Saura, Rauschenberg, Tàpies, por citar solo unos cuantos entre muchísimos, han producido una ingente cantidad de obra cada uno de ellos.
En el extremo opuesto cabe situar a Marcel Duchamp, factótum crucial y artista de referencia ineludible que, curiosamente, produjo poco. Sus largos períodos de silencio y aparente inactividad son tan elocuentes como el resto de su obra, si no más, como deja entrever el memorable comentario de Joseph Beuys al respecto: “El silencio de Duchamp está sobrevalorado”.
Los materiales rápidos, la sencillez extrema de los procedimientos, la velocidad intrínseca de nuestra época y los apremios del mercado han favorecido, entre otros factores, la proliferación de artistas extremadamente productivos que no saben lo que es tascar el freno y contenerse. No sé si el silencio de Duchamp está o no sobrevalorado; lo que es evidente es que si bien su figura y su magisterio han precipitado toda una sucesión de «ismos» y una larga serie de epígonos, su legendaria contención y su silencio ejemplar no cunden como quizá sería deseable en un panorama saturado de museos, galerías, hangares, trasteros y almonedas llenos a rebosar de arte.
Aunque son fenómenos que no siempre se disponen en relación causa/efecto, el grado de complejidad de los procedimientos y el primor en el acabado influyen en la velocidad de ejecución de un artista y, por tanto, aunque sea de manera tangencial y no directamente determinante, en la cantidad de obra que puede realizar. Y lo digo con todas las reservas y salvedades que son de rigor, porque, como digo, no son factores que vayan siempre necesariamente relacionados. Los procedimientos escultóricos de Miguel Ángel, por mencionar una excepción, son complejísimos, además de laboriosos y lentos por obligación, lo que no fue obstáculo para que realizase un buen número de tallas memorables.
Por lo espontaneo de su factura, y a tenor de la fecha que aparece anotada en un buen número de cuadros de madurez de Picasso, se puede inferir que el maestro trabajó en cada una de esas obras un día a lo sumo, puede que tan solo unas horas. No parece mucho. Otra cosa es que llegara a esa gracia y despeje en la ejecución tras toda una vida con los pinceles en la mano. Esa hazaña no tiene parangón y nadie se la puede discutir.
En su obra Jesús entre los doctores también Alberto Durero anotó el tiempo que le había costado realizarla: cinco días (literalmente Opus quinque dierum, “hecho en cinco días”, según indica la nota que emerge de entre las páginas del libro que hay en primer plano a la izquierda). Aunque la ejecución fuese inusualmente rápida para complejidad de la obra y lo que era habitual en la época, lo cierto es que el Durero más veloz tardó cinco veces más que Picasso en producir una obra de dimensiones parejas (un bastidor del tipo 20-25 figura, unos 80 x 60 cm.). Ahí es nada. Y eso que únicamente se limitó a cronometrar el tiempo efectivo de ejecución de la tela y omitió el que destinara a los dibujos preparatorios sobre papel, que por su abundancia y esmero a buen seguro ocuparon al maestro unos cuantos días más.
Aunque utilizara tortugas vivas en algunas de sus obras ―o precisamente por eso―, Broodthaers fue un artista eminentemente rápido; por el contrario, Durero, una de cuyas acuarelas más finas representa una liebre, era meticuloso y necesariamente lento. El arte demuestra, una vez más, que la fábula de Esopo es cierta: la tortuga de Broodthaers es bastante más veloz que la liebre de Durero.
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