Procuro siempre dejar las tardes de los viernes para la deriva, el vagabundeo ocioso y la caminata demorada y sin propósito alguno. Rectifico: a decir verdad, propósito si hay, y no es otro que el de poner en práctica la hermosa exhortación de Valéry: “Hay que reservarse tiempo para el espíritu. Para el espíritu hace falta tiempo perdido”.
Valéry está todavía ahí mismo, pero a la vez, y dicho sea con todo respeto, es una antigualla, una reliquia de aquella bendita época que todavía ―pero ya por poco― transigía de buen grado con la existencia de tiempo improductivo, de ocio sin más. La nuestra ―la de la sociedad líquida y el tardocapitalismo cínico y farmacopornográfico― es una época sombría incapaz de concebir el ocio como tal y por separado del ajetreo consumista, o sea, como tiempo para la higiene del alma.
A eso tan delicado de ejercer el ocio para la higiene del alma me quiero volver a dedicar, como decía más arriba, las tardes de los viernes.
La deriva de turno me condujo ayer hasta las callejas tardías del Raval, y me hizo pasar, justo cuando conectaban la iluminación, por delante de la galería etHALL. La exposición ya la había visto hacía semanas ―de hecho hoy es su último día en cartel―, pero me pareció que no había casualidad alguna, que la sala abría y se iluminaba para mi exclusivo deleite. Y entré a ver de nuevo la muestra 20 líneas del ilustrador Matt Madden.
Según indica el autor mismo en el pliego explicativo, esas «20 líneas» son una réplica gráfica a las veinte líneas de redacción que practicaba a diario el escritor Harry Matthews ―su referencia directa―, quien, a su vez, no hizo más que aplicarse y seguir el consejo de Stendhal de escribir diariamente, “seas o no un genio”, un mínimo de veinte líneas.
Es más que probable que a Stendhal nunca se le pasara por la cabeza que con el paso del tiempo la porosidad de los lenguajes, las prácticas transversales y las influencias entre las diferentes artes, convertidas hoy en un solo vaso comunicante, harían que su conseja de escritor a escritor fuese literalmente utilizada en el ámbito de las artes plásticas. Y es que Madden, que es ilustrador, ha puesto en evidencia que la línea de escritura y la dibujada podrían en cierto sentido ser equivalentes, y que el contenido semántico de la expresión “veinte líneas al día” es polisémico y de aplicación y provecho indistinto para escritores y también para grafistas.
Es muy significativo el comentario que Madden deja ir respecto a la estrategia que hay tras esos ejercicios de línea y diga que su objetivo era “profundizar en el dibujo, porque siempre tiendo más al pensamiento estructural/lingüístico”. Creo que el comentario permite entrever que, aunque sea autor de comics, Madden pertenece sin duda al ala pop de esa hermandad de gente rara que, cuando se sienta ante la hoja en blanco, no sabe todavía bien si es para escribir, dibujar y pintar o ambas cosas. La hermandad de los Blake, Michaux, Sarduy, Lamborghini y Ullán, entre otros.
La exposición me pareció una delicia en su día y me lo ha vuelto a parecer en esta segunda visita. Según Madden, son meros ejercicios de rigor e inventiva hechos a diario utilizando tan solo veinte líneas, pero sorprende ver cómo con mimbres tan primarios y escasos es capaz de articular un repertorio tan variado. Aunque su puesta en escena ―sobre el mismo tipo de papel blanco, en idéntico formato y siempre con tinta negra― es de índole serial, los resultados que obtiene son afortunadamente diversos y muestran un amplio espectro de intereses que van de lo gráfico a lo caligráfico e incluso a lo narrativo, en algunos de sus resultados más elaborados y felices.
Y luego está, para rematar, la factura de la exposición, de una sobriedad y delicadeza admirables. Los dibujos no se han enmarcado, se han dejado tal cual sobre una discreta moldura blanca que apenas sobresale un centímetro del plano de la pared y recorre, en uno o dos niveles, el perímetro de la pequeña galería. Notable alto, sin duda.
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